Iba con prisa. Muchísima. Tanta que ni recuerdo a dónde tenía que llegar indefectiblemente a una hora fijada. Aceleré a fondo, los neumáticos chirriaron y negocié las dos primeras rotondas apurando la frenada. En una de las rectas de mi camino se interpuso un paso de cebra. A un lado, un abuelo a punto de atravesarlo. Al otro, su destino. En un instante calculé mentalmente las probabilidades de pisar a fondo para esquivar el obstáculo sin que me convertiera en noticia del periódico al día siguiente. El cerebro, sin embargo, me dijo frena. Y frené. El anciano no se dio cuenta ni de mis urgencias ni de que su integridad física había estado en riesgo durante una fracción de segundo. Se limitó a posar su cachava sobre el asfalto para iniciar el tránsito. Lento. Muy lento. Tan lentamente que de pronto el tiempo se congeló. Las golondrinas que volaban por encima de nosotros quedaron suspendidas en el aire. Dos ciclistas que volvían de su ruta mañanera mutaron en estatuas sobre los pedales. El aire dejó de correr. Mientras tanto, el abuelo prosiguió su maratón de apenas dos metros ajeno al mundo. Justo frente a mí, tuve que afilar la mirada a través de la luna delantera para certificar que aquel señor estiraba una pierna. Fijaba el pie y luego ordenaba desplazarse al otro antes de volver a posar el bastón para no caer. Era el secundario de una de esas películas iraníes donde los actores se mueven como perezosos en un plano fijo donde no ocurre nada. No sé cuantos minutos (¿o fueron horas?) transcurrieron hasta que hizo cumbre al otro lado del paso de cebra. Sólo recuerdo que fue el tiempo suficiente para que mis prisas se esfumaran. El anciano me contagió toda su calma y yo, por supuesto, llegué a tiempo.