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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

A TU LADO

Tasio anda triste. Al yayo se le ve modorro, desmigado por dentro, con esa miaja de amargura que le supura la mirada cuando anda preocupado por algo. Come lo justo, ya no refunfuña para sí mismo desde el sillón si escucha por la tele alguna noticia que le enerva y, sobre todo, ha dejado de salir diariamente a estirar las piernas como le había recomendado su médico de cabecera.

Antes se llegaba desde casa a la estación de autobuses y, como un jubilado más, echaba la mañana entera mirando cómo la gente iba y venía por los andenes y se imaginaba las historias que cada uno traía y llevaba en la maleta. Estos días no puede ni arrimarse a la plaza. La última vez que pasó por allí se le encogió el corazón al ver la cantidad de temporeros que acampaba en cada banco, en cada una de las baldosas, en todas las esquinas. Así, rodeados de cartones y con la ropa tendida a las barandillas del parking aledaño, Tasio se vio a sí mismo cuando de joven le tocaba marchar del pueblo y buscarse la vida en el valle. También él pasó hambre, sintió el desprecio de los otros, fue un extranjero sin salir de su casa. Y no hace tanto tiempo.
La última que el yayo pasó por los alrededores de la estación de autobuses tuvo la tentación de dar unas monedas que no pedía al primer temporero con el que se topó. Al final se arrepintió porque, convino para sí, lo que buscan no es limosna sino un jornal. Lo que el abuelo quiere ahora para levantar el ánimo son viñas, cientos de ellas. Tasio no quiere hacer vino ni ganar el dinero que nunca ha tenido. Sólo le gustaría poder dar trabajo a las manos blancos de esos cuerpos negros que habitan a su lado.

La foto, tan irreal como la vida misma, es obra de Enrique del Río


octubre 2009
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