El yayo Tasio contendría las ganas de darles un mandoble en la cara a cada uno de los tres, pero cogería a todos de las orejas y se los llevaría al pueblo. Les quitaría el móvil y sin cobertura ni nadie alrededor que les ría sus presuntas gracias, miraría directamente a esos seis ojos para conocer los porqués. Por qué desprecian a los demás. Por qué disfrutan abusando de los más débiles. Por qué la semana pasada se ocultaron detrás de unas máscaras y rociaron de nata a un anciano sentado en un banco que seguramente se parece mucho a Tasio con la cobarde intención de burlarse de él y subir su hazaña (sic) a Youtube para amplificar el desprecio. El abuelo ya barrunta que no encontrará respuesta. Alguien tan despreciable como para ser capaz de perseguir el placer mofándose del otro no puede ser capaz de articular ninguna razón. Un daño además que excede lo físico porque hiere en lo más profundo de la persona, en la dignidad que nadie, y menos tres niñatos sin moral, tiene derecho ultrajar de la manera más vil. Pero, sobre todo, porque su víctima principal ha sido un anciano al que todos (sus atacantes los primeros) deben un respeto mayúsculo por las canas que gasta, por el tiempo que ha vivido y tal vez sufrido, porque si una sociedad es incapaz de apreciar y defender a sus mayores tiene su futuro podrido. Mientras esos tres jóvenes sobre los que pesará para siempre el asco y la repulsa miran seguramente a Tasio sin una pizca de arrepentimiento, el abuelo se congratulará en la confianza de que son una anécdota. Que en la mayoría de los chavales de su edad late un sentimiento de educación hacia todos en general y hacia los más veteranos en particular.