
Entrevistando esta semana a María Dolores de Cospedal cara a cara, tuve un instante de desconexión. Fue minúsculo, casi imperceptible, aunque como sucede con esos fenómenos cocinados dentro de uno mismo me pareció entre eterno e infinito. En un momento del largo diálogo con la secretaria general del PP, el cerebro se desdobló. Mientras una parte de mi cabeza atendía a las explicaciones de esa mujer de gesto contundente y maquillaje compacto sobre las miserias del caso Gürtel o las mezquindades en el blindaje del Concierto Vasco, la otra gravitaba en algo ajeno. Sin apartar ni un segundo la mirada de sus ojos, una gavilla de mis neuronas se preguntaba en paralelo: ¿a quién me recuerda esa mujer que veía en persona por primera vez?
Mi mente empezó a procesar cada archivo interior donde podría encontrar la respuesta. La operación se demoró hasta que di con la clave del enigma que se negaba a aflorar porque con quien la asociaba no era otra mujer, sino con un hombre: Ángel Acebes. Entrevisté a su predecesor en el puesto en el 2004, y aunque entonces era ministro, resulta que los dos compartían esa forma de hablar con la espalda recta, vestidos con sus trajes de marca sin una arruga. De sus voces manaba la misma carga de poder, y ambos compartían la capacidad para, con un levísimo click de labios, trasmitir al entrevistador un punto de recelo en alguna pregunta incómoda. Acabamos la charla y ella, como hizo el anterior número ‘2’ del PP, se despidió con exquisita educación. Para entonces yo ya había concluido que las personas pasan, los cargos quedan y el cerebro, como diría Acebes, sigue sus propias líneas de investigación.