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Teri Sáenz

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El nuevo casco viejo

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Tasio salió de casa como cada mañana para estirar las piernas y respirar el frío y, justo en el instante en que cerraba su puerta se abrió la del piso de enfrente. Hacía tiempo que no sabía nada de su vecino. Desde que sus nietos trasladaron al propietario a una residencia con el pretexto de que cada día le costaba más subir las escaleras y la vida se le hacía (literalmente) cuesta arriba, la casa permanecía vacía. O eso creía el yayo. Alguna vez había escuchado el runrún de pintores y montadores de Ikea y había creído, ingenuo él, que la familia se había decidido por fin a rehabilitarlo para hacer más cómodas las rutinas del dueño. En vez de reencontrarse con el que había sido su compañero de inmueble desde que bajó del pueblo y se instaló en la ciudad, Tasio coincidió en el rellano con una pareja extraña. No tuvo que preguntar para reconocerles como turistas. Cámara de fotos en ristre, una guía de pinchos en el bolsillo, el plano de la ciudad a medio desplegar. Enfurruñado por la traición de que nadie le hubiera informado de que la casa contigua se hubiera reconvertido en un piso para turistas, dejó a los jóvenes con la palabra en la boca cuando le interrogaron sobre alguna tienda cercana donde comprar unas botellas de Rioja. Como si el encuentro le hubiera abierto los ojos, nada más echar a andar por las calles de siempre se le reveló una ciudad nueva. Las tascas eran gastrobares, en solares abandonados durante décadas se levantaban hoteles urbanos, ruedas de las maletas profanaban el silencio de las aceras, en un portal sí y otro también se replicaban placas ofreciéndose como alojamientos de paso. Cuando el yayo Tasio acabó de relatarme su epifanía, le regalé una nueva palabra para su viejo diccionario: gentrificación.

Fotografía: Sonia Tercero


febrero 2019
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