Claro que es recurrente criticar la obra de la Gran Vía. Sumamente fácil. Tan sencillo como cuando ese abusón que cultiva ya espinillas arrincona a la salida del colegio a un crío de Infantil para darle cuatro empujones y arrastrarle la mochila por el suelo del patio. El acto destila en apariencia un punto indigno y hasta cierta crueldad doméstica, hasta que te enteras que el mocoso ha zumbado antes sin piedad al hermano pequeño del adolescente y entonces la embestida tiene algo de justiciero, de píldora desagraviante.

También la Gran Vía ha constituido desde el momento que se gestó una agresión. A la estética de la ciudad y la comodidad de sus gentes. Al margen de la oportunidad de su remodelación, la chapuza que guió cada fase de su construcción, los malos resultados que llevan meses asaltando a la vista, la desafortunada elección de los elementos que la componen –desde los adoquines del suelo hasta los ositos que certificaron su inauguración pasando por esas luces que no lucen– convierten esta actuación en un monumento a la precipitación que sólo deja al ciudadano dos salidas: la resignación o la pataleta que, como las collejas del chaval al niño cabrón, esta vez no son gratuitas. Si fuera una obrita en algún barrio lejano, uno de esos parkings caóticos pero subterráneos… pero no: es la arteria principal de Logroño.

El día en que Gran Vía deje de golpear los tobillos de todos los peatones, el resto del mundo tendrá derecho a dejar de golpear en lo mal que se hizo.