La huelga general de funcionarios señalada para el pasado martes resultó un estrepitoso fracaso. Y no por el exiguo número de trabajadores que la secundaron, sino por las patéticas escenas que deparó y que, pasados los días, dejan una estela de desazón revelando muchas de las razones por las que se ha llegado a una situación tan crítica como enquistada.
La instantánea más lamentable la protagonizaron los propios convocantes. En un ejercicio esperpéntico sin precedentes, las pancartas se tornaron armas arrojadizas haciendo que la noticia fuese la trifulca entre sindicalistas enfrentados no se sabe si por una cuestión de ideario o por subvenciones oficiales. La demostración fehaciente de la anorexia de credibilidad e influencia que padecen las centrales más allá de la paredes de sus sedes y una plantilla de liberados.
El presumible apunte de transparencia sobre la retribuciones del altos cargos y empleados públicos también se aguó. Unas veces por la reticencia feroz a mostrar las nóminas; otras por esa tramposa treta de enseñar sólo la punta de salarios engrosados de complementos, pluses y prebendas sociales o de horario. Pero el rejonazo más hiriente fue ver cómo funcionarios que rara vez llegan a su hora el martes extremaron el celo para fichar y no ver descontado un día de sueldo o, directamente, tiraron de ‘moscosos’ para gozar del puente de San Bernabé.
Uno de los pocos que hizo huelga sentenciaba que ZP había ganado el envite. Yo creo que perdió la sociedad entera.
(La foto es de Juan Marín y recoge un momento del enfrentamiento entre los sindicalistas durante la manifestación en Logroño)