George Bush siempre fue un mentiroso. Hizo creer a todo el mundo que ejercía como presidente del país más poderoso del universo, pero en realidad sólo era un mediocre cowboy ansioso de acabar sus reuniones con mandatarios de las potencias mundiales para volver a su rancho y colocar sus botas sobre la mesa del salón mientras veía con una cerveza (sin alcohol) en la mano el último partido de los Red Sox. Tampoco dijo la verdad cuando le preguntaron sobre Bin Laden tras el 11-S y sentenció el legendario “lo quiero vivo o muerto ”. Él no lo quería así. De aquel “dead or alive” le sobraba el ‘alive’, porque una ofensa tan cruenta como el ataque a las torres gemelas no se podía saldar con un la captura al uso, un juicio en la corte internacional y una condena en mil guantánamos.
Bin Laden se parecía a él en que era otro fanático de la mentira. Mientras hacía creer a la opinión pública mundial que se escondía en el fondo en alguna recóndita cueva de Tora Bora alimentándose de leche de cabra y sacando lustre a su kalasnikov mientras espera el ataque de los Navy Seals, en realidad se parapetaba en un chalé de lujo cerca de Islamabad. No cabía más que lo que ha ocurrido: un asalto a la americana, con Black hawks lanzando misiles al búnker y exhibiendo todo ese músculo asesino que solo EEUU sabe desplegar lo mismo en una película de Chuk Norris que en el ataque contra el mayor enemigo de la humanidad.
Pero no ha sido Bush quien ha conseguido ese éxito de seguir cosechando muertes para evitar más muertes. Ha tenido que ser su sucesor, Obama, el que ha continuado con la mentira. El mismo que ha querido hacer de EEUU un país más equitativo, menos americano. Pretendía pasar a la historia por ser el presidente que instauró un sistema sanitario universal y público basado en la igualdad, pero al final lo hará por lo que siempre pretendió su antecesor: ser el que dio la orden de matar al que decidieron que debía morir. Sin fotografías. Sin rastros. Asumiendo que esto era la justicia.