Me topé con ella ayer mismo. Eran poco más de las siete de la tarde, y caminaba delante de mí en dirección al centro. Llevaba una escuetísima minifalda, unos tacones sobre a los que duras penas podía avanzar entre el empedrado y una camiseta de Bershka que se le derramaba alternativamente por el hombro izquierdo y el derecho mostrando sin pudor la tira de un sujetador fucsia. Su pelo estaba esculpido con uno de esos cortes que parecen prepetrados por un carnicero en prácticas aunque seguramente había pasado por una peluquería cara, y sostenía en la mano un bolsito de marca sobre el que asomaba un móvil de última generación. Pero lo que más me llamó la atención durante los metros que le espié de espaldas hasta que nuestros destinos se desviaron fue lo que sujetaba en la otra mano. En contraste con su coqueto atuendo de niña aspirante a mujer, de sus dedos colgaba una botella de plástico. Una de esas grandes de cinco litros de la que había desalojado el agua mineral para rellenarla con un líquido naranja.
Lo que no sabía es que esta mañana iba a volver a encontrarme con la chica de ayer. Estaba arrumbada en un portal. Quizás dormida. Llevaba la misma ropa que el día anterior aunque sucia y desvencijada. Lo que me confirmó que se trataba de ella fue el botellón vacío que yacía a su lado pero, sobre todo, ese vómito anaranjado con tufo a vozka barato que le caía como un hilillo de la boca.
Fotografía: Díaz Uriel