Conozco a una concejala electa que nada más conocer el resultado de los comicios sufrió una metamorfosis y dejó de ser quien había sido hasta entonces. Al día siguiente del escrutinio, cuando salía de casa para llevar al crío a la guardería, tropezó con la misma baldosa suelta con la que se golpeaba todas las mañanas. En vez de pensar automáticamente en los reproches que le recetaría alcalde en el próximo pleno por descuidar el empedrado público, cayó en la cuenta de su nueva condición y decidió que lo primero que hará al sentarse en su despachó será renovar esa acera para que nadie más encalle en el socavón. Luego se acomodó en el único banco del parque al que no le faltaba un tablón o estaba cubierto de pintadas o restos de algún botellón, y sentenció que le faltaría tiempo para ordenar una nueva remesa de asientos que sustituyan a esos que tanto afean el pueblo. Así cavilaba cuando miró al cielo y reparó en una vieja farola que alumbraba aunque el sol picaba a más no poder. Malgastar energía y permitir que las luminarias agonicen tenía los días contados, dictaminó.
Otro compañero de la misma candidatura llegó entonces al mismo parque ajado, y compartió con ella el entusiasmo por convertirse en edil. En cuanto se ejecutara el traspaso sería también un hombre nuevo, le confesó, haría lo que tanto había ansiado durante su travesía en la oposición: vengarse desde el poder de lo que una vez le hicieron sus rivales.