Algunos maledicentes de conspicuas inclinaciones republicanas denostan al Rey por haberse dado un homenaje en Botswana mientras España deambula por el precipicio. Algo que jamás hubiera trascendido de no haberse roto la regia cadera mientras cazaba elefantes con su reluciente rifle Kemen. No les hagan mucho caso. Don Juan Carlos, en realidad, se había trasladado al paradisiaco país africano a refugiarse en sí mismo en busca de una solución para todos los males que acechan su reino. Con el pie de su traviesillo nieto perforado de un balazo, Urdangarin cada vez más enjuto y sin viento para navegar a bordo de ningún velero, a Don Juan Carlos se le caía La Zarzuela encima. En Botswana halló el recogimiento para meditar cómo gestionar el drástico recorte del 2% en sus presupuestos. Mientras sus presas se ponían a tiro agitando las orejas, a quien de verdad apuntaba su Majestad por la mirilla telescópica era a los mercados que asfixian la economía patria. En cada recarga que algún sirviente negro hacía de su engrasada escopeta daba con la clave para encontrar trabajo a millones de parados. Y en los colmillos de todos los paquidermos abatidos, la piedra angular para salir de la crisis.
El Rey no sólo se ha caído del puesto desde donde mataba animales en África. Lo que ha quedado por el suelo es una figura que se aprovecha del dinero de todos los que no sienten por ella orgullo ni satisfacción. Sólo una vergüenza real.