La generalización del euro? ¿El maltratado Tratado Constitucional? ¿Los fondos sin fondo? ¿Jóvenes ligando por intercesión de Erasmus? ¿Las visitas guiadas a la Grand Place de Bruselas? ¿La foto de grupo frente al Manneken-Pis? No. El verdadero pegamento de cohesión de Europa durante las últimas décadas ha sido Eurovisión. Año tras año, el concurso ha congregado frente a las pantallas a todos los que compartimos continente con igual fervor. Unos por sincera devoción a la música (sic); otros, para comprobar cómo es posible que la que presume de gran potencia mundial mantenga intacto este monumento a lo kitsch. Y sí: aunque la audiencia sufre un leve recorte, la última edición ganada por la serbia Marija Serifovic confirma que el festival conserva intacta su esencia surrealista.
    Como sucede en los mundiales de fútbol, Eurovisión concede la posibilidad de que el pequeño se reivindique por una vez ante el grande. Que todas las miserias nacionales se rediman con el triunfo del ídolo local. Y ese parámetro que cada vez gana más enteros a la vista de los artistas que los diferentes países mandan al evento: que el lado fucsia y petardo que todos llevamos dentro tome el escenario elevándose hasta el infinito y dando un revolcón al estereotipo más enquistado. O si no, que se lo digan a Dana Internacional, el transexual que ganó en 1998 representando a Israel.
    La inclasificable naturaleza del concurso consigue además como por ensalmo que países que no están en Europa sean Europa sin pegar un solo tiro. Aunque sea sólo por una noche. La propia Israel, Turquía, Bielorrusia, Georgia. O que los estados del Este, que históricamente se han saludado con un kalashnikov en la mano, se alíen para que uno de ellos gane en detrimento de esos pijos franceses, italianos o españoles.

    En fin. Ya lo advertía la Rosa de Operación Triunfo cuando llegó, cantó y perdió: Europe´s living an aberration.