Nueve de cada diez dentistas profesionales le recomendarán masticar chicles sin azúcar, y nueve de cada diez periodistas poco originales escribirían en un día tan señalado como éste sobre las elecciones. Yo no voy a ser menos. Porque puedo. Porque una vez fui presidente. Presidente de la comunidad.
    Fue cuando me trasladé a la anterior casa. Antes de dar una mano de pintura al salón y reparar esas humedades del baño que parecían perpetuas, una amabilísima viejecita que resultó ser la convecina del cuarto timbró en mi puerta para informarme de que los comicios estaban a la vuelta de la esquina. En el rellano del portal, para ser exactos. «¿Es usted el nuevo?», me preguntó retóricamente. «Pues a las nueve, reunión», sentenció para volver a bajar y añadir pimentón a los garbanzos que tenía en la olla.
    Cuando llegué a la cita ya me estaban esperando. Con esa tensión rasposa que sólo un extraño puede percibir, mis compañeros de escalera aguardaban en silencio mi llegada. En un acto de democracia suprema, el que hacía de portavoz concluyó: «Que sea presidente el nuevo». La propuesta sólo tuvo un voto en contra que no impidió la mayoría absoluta.
    Ahí empezó mi reinado, perdón, mi mandato. La primera gestión de la legislatura consistió en arreglar el fluorescente de los trasteros. La diligencia con que cambié yo mismo el tubo maravilló al resto de los habitantes de la casa. Luego llegó la revisión del seguro de la comunidad que, gracias a un amiguete que trabaja en una correduría, saqué a un precio más que razonable. Con la promesa de no subir las cuotas ese año me gané ya la admiración rendida de los vecinos, que a partir de entonces se dirigieron a mí de usted.
    Me mudé de casa y renuncié al cargo. Ahora me falta el aire. En cuanto acaben las elecciones a la Comunidad me informaré de cuándo serán las elecciones de mi otra comunidad. Porque todos me tutean. Porque quiero ser presidente.