El ayuntamiento bicolor de Logroño se ha fijado este año entre sus metas conseguir un «cohete limpio» el próximo San Mateo. La noticia se habría reducido a un breve de cualquier página par del periódico si no fuera porque todas las corporaciones precedentes han suscrito la misma declaración de intenciones. Apaciguar el salvajismo inherente al chupinazo engrosa así la carpeta local de asuntos recurrentes e irresueltos como el soterramiento del tren, el uso de la tercera planta de la plaza de Abastos, los ruidos en la calle Sagasta, la recuperación del Casco Antiguo o el salto de Logroño al otro lado del Ebro.
    La diferencia sustancial con todas esas cuestiones es que son importantes para el desarrollo de la ciudad y sus ciudadanos. Un rango que nunca alcanzará el hecho de que dos centenares de jóvenes (o no tanto) decidan voluntariamente pringarse más o menos una vez al año aprovechando que arrancan las fiestas de su pueblo.
    El sesudo debate que resucita siempre por estas fechas ha derivado en un ranking de valores higiénicos ¿Ensucia más un litro de calimocho o una docena de huevos? ¿Es más guarro una botella de champán bastardo -qué habrá sido del mítico Rondel a 20 duros del Sabeco- o un bote de ketchup? ¿Un mocete puede rebozarse en vino malo pero no en harina de marca? Que Cillit Bang lo juzgue.
    Salvados los requisitos de seguridad elementales (acotar el recinto, impedir la entrada de cristales, controlar el consumo de alcohol entre los menores, salvaguardar el protocolo municipal) todo lo demás son tiros al aire para domar un acto indomable que se reproduce en todas las ciudades y tiene más de válvula de escape que de acto festivo autóctono. Hacer del «cohete limpio» una cuestión de estado también exigiría además dirimir cuál debe ser el color del pañuelo de fiestas o si hay que echar canela al zurracapote.
    Si piden mi opinión, que me busquen en la playa. Allí no se oye el cohete de San Mateo ni salpican los mejunjes.