Al yayo Tasio se le encapricha comprar unos fardelejos recién hechos. Sin mediar palabra, me monta en su coche para acompañarle. Es un Simca 1200 con olor a ambientador de pino y los asientos cuarteados. Del retrovisor cuelga un rosario, en la luna delantera sobresale una ristra de pegatinas que dan fe de haber pasado la ITV duran el último milenio y en el salpicadero hay una foto en sepia de mi hermana y yo mismo de cuando éramos críos con una leyenda: «Abuelo, no corras».
Atravesamos la ciudad a paso de burra. Durante el trayecto, el motor escupe unas estruendosas psicofonías que hacen imposible cualquier diálogo. El yayo entra decidido en la N-232 pisando el pedal hasta el fondo. Resultado: la tartana alcanza su máximo de 80 por hora mientras amenaza con desmembrarse con nosotros dentro. Otros conductores nos adelantan desafiando líneas continuas, curvas sin visibilidad y badenes al tiempo que leo en sus labios juramentos inyectados de odio. Detrás de nosotros, una procesión de trailers nos regala una sinfonía de claxon y acelerones.
Llegamos a Arnedo con el corazón en un puño pero vivos. Mientras Tasio saborea el manjar que ha venido a comprar, me atrevo a sugerirle que la próxima vengamos tranquilamente por la autopista antes de que quiten la gratuidad. El yayo me dedica con la boca llena las mismas palabras del consejero de Obras Públicas: quiá, eso es un gasto improductivo.