Hinqué el diente al alma republicana una noche helada de noviembre. Residía a mitad de camino de la solitaria carretera que une Sioux Falls con Le Mars, en una casona de madera donde había adosado un establo del mismo estilo colonial. Fuera, en mitad de un inmenso descampado, agonizaba un Pontiac destartalado mientras el viento del Midwest agitaba con violencia una bandera con barras y estrellas.

Los dueños de la casa me habían invitado a cenar y la familia al completo me recibió tan cálidamente como se acaricia a un animal exótico. Antes de atacar una mesa rebosante de crema de cacahuete, ribs gidos en salsa barbacoa y puré de patata, el clan me animó a unirme al círculo que formaron para dar a gracias a Dios por los alimentos recibidos y mantener alejado al diablo. Fue al concluir el rezo cuando creí oportuno sacar de mi mochila la botella de vino que había llevado para responder a tanta amabilidad. En ese instante, la pareja y sus cinco hijos enmudecieron. Regateé el silencio hablando de La Rioja wine region y otros tópicos sobre España y sus costumbres. Pero nada cambió. El regalo generó tanto desconcierto como descubrir una maleta llena de explosivos en el aeropuerto de Bagdad, hasta que la madre me informó de que el alcohol estaba vetado en aquella casa. Igual que el tabaco, la cafeína, la pornografía o Bruce Springsteen. El paréntesis de incomodidad se cerró en cuanto devolví el Marqués de Cáceres al macuto, y todo volvió a una senda de sonrisas dentífricas y preguntas al recién llegado de un mundo ajeno. ¿Es verdad que allí el médico es gratis? ¿Sabes manejar un rifle? ¿Hay coca-cola de dos litros en vuestros  McDonald’s? ¿A qué saben los caracoles?

Llegué al carrot cake que culminaba la cena bordeando todos los charcos que pudieran malinterpretarse. También circunvalé educadamente cualquier comentario sobre política hasta que la conversión derivó en agrias acusaciones a Bill Clinton por su radicalismo demócrata(sic). Embriagado por la cortesía naif de los anfitriones me atreví a sugerir qué pasaría si alguna vez llegara un negro a la Casa Blanca. Los siete soltaron una carcajada riendo mi ingenuidad.