Vuelven los entrenamientos otra vez. Por fin. Es difícil mantener en los niños la emoción por algo que no empieza cuando esperan que empiece; por algo que se pone en marcha con muchas restricciones entre grandes incertidumbres… y se vuelve a parar un mes después. Es momento de nuevo reseteo, de reenganche, de reanudar la seducción por el juego, por el balón, por la canasta, por la diversión, la rutina y el esfuerzo.
Lo sé. Es lo que toca. Pero cuesta pensar en que llegue Semana Santa y, después de lo andado (y de todo lo perdido), no seamos lo suficientemente responsables como para evitar que haya otro alto en un camino que sería más complicado que el anterior. Me aferro a la ilusión del sentido común, de la sensatez, de la capacidad de aprender a no cometer los mismos errores, para creer que vamos a seguir hacia adelante. Evito pensar en la estupidez, la necedad, la imprudencia y la falta de empatía de esos que confío que cada vez sean menos.
En el equipo de mi hijo mayor hay un chavalote, Eneko. Es un bigardo de once años de Leza, Álava. Grande, noblote y loco por el baloncesto. Entre tanto cierre perimetral entre localidades y regiones, los apenas 25 kilómetros que separan su casa de Logroño se han convertido en un océano inabordable que le impide disfrutar de su deporte con sus compañeros desde hace ya demasiado tiempo. Intenta seguir practicando en su pueblo, con sus padres, con su hermano pequeño, Antón (otro baloncestista de pro). Pero no es lo mismo. Echa de menos a sus colegas de equipo, a su entrenador. A él también se le echa de menos desde la otra orilla.
Que sí. Que lo sé. Que es lo que toca. Pero me gustaría ya no llegar a competir (que también), sino que recobráramos esa normalidad (la nueva, o si puede ser la vieja) para que 25 kilómetros sean 25 kilómetros y no un precipicio sin pasarela. Para que Eneko y Antón disfruten del baloncesto no donde pueden, sino donde quieren.