Ni voy ni quiero entrar en la razones que han llevado a suspender por segunda ocasión los Juegos Deportivos en las categorías alevín, benjamín y prebenjamín. Seguro que hay razones de fondo, con la seguridad sanitaria de por medio, que animan a hacerlo. Pero la sensación generalizada es que siempre les toca pagar a los más pequeños, los grandes perjudicados por esta pandemia de…
Ayer, cuando me enteré de la nueva suspensión, se lo tuve que decir a mi hijo pequeño. Benjamín en baloncesto y fútbol. Es un niño que practica algún tipo de deporte seis de los siete días de la semana y el que le sobra está dispuesto a hacer cualquier otra cosa relacionada con la actividad deportiva. Es un apasionado de cualquier asunto que implique jugar, competir, superarse, y un deportista que se entrega en cada entrenamiento. Y no es amor de padre (que también).
Sin embargo, ayer se vino abajo. Después de soltar un quejido y mostrar su desilusión con su cara entristecida y su cuerpo alicaído, me dijo: «Pues como no juguemos la semana próxima, me borro de todo». Lo repitió un par de veces más mientras le intentaba explicar que no podía rendirse, que iba a volver a jugar, seguro.
Su frustración era mi frustración. Mi obligación es hacerle ver que, mientras no puede jugar, entrenar es el camino que le permitirá volver a hacerlo. Pero ya se ha quedado un mes seguido sin competición y apenas había tenido tiempo antes de hacerlo.
Y no es que la competición sea lo más importante. Cualquiera que entrene en estas categorías lo sabe. Pero medirse a otros, no solo a sus compañeros de equipo, es algo necesario como parte del aprendizaje. Del deporte y de la vida. Son ellos los que mejor relativizan la importancia de la derrota y de la victoria, pero quieren saber si han ganado o han perdido.
Mi hijo quiere jugar y yo lo último que quiero es que se borre.