¡Macarra! Sí, tú. Que entras en mi patio para jugar al deporte que adoro y mancillas las normas que defiende, aprovechándote de unos niños de ocho años como un vulgar abusón del cole, desde tu mayoría de edad y tus casi dos metros.
¡Macarra! Sí, tú. Que tiras su balón pero no ocultas tu cobardía mientras hablas, parapetado en la defensa de un grupo de amistad mal entendida, de unas verdades que ni los tuyos apoyan.
¡Macarra! Sí, tú. Por tu incapacidad para controlar una situación sencilla, incluso desde una autoridad mal entendida que podría asumir hasta válida como lección, y ponerte a la bajura (incluso muy por debajo en una comparativa en la que tu superioridad te hace todavía más pequeño, más simple y más incapaz) de unos críos que están aprendiendo a vivir.
¡Macarra! Sí, tú. Porque ni la juventud justifica que a un asalto verbal la respuesta sea plantear un asalto físico como solución inmediata.
¡Macarra! Sí, tú. Porque desde detrás de la verja, de tus gafas de sol y tu humo delictivo me reclamas para unos niños la educación y el respeto que a ti te falta y que ya es difícil que alcances.
¡Macarra! Sí, tú. Porque en una fiesta del baloncesto eres capaz de amargar el juego a tu pobre hijo con tus gritos, porque lo que persigues no es ni siquiera la victoria de tu chaval sino el reflejo de tu triste gloria en él.
¡Macarra! Sí, tú. Porque no tienes el sentido común para darte cuenta de que, si tu hijo es bueno -y no dudo que lo sea y que llegue a ser mejor todavía (ojalá)- encontrará el camino y llegará a ser lo que puede llegar a ser si tú no se lo impides.
¡Macarra! Sí, tú. Porque mientras otros disfrutábamos del juego de tu hijo, tú le asaltabas como si estuviera haciendo algo malo cuando estaba intentando disfrutar con un balón entre las manos.
¡Macarra! Sí, tú. Porque, a pesar de que los tuyos te han intentado hacer ver tu error, has demostrado que no hay nada peor que aquel que, sabiendo que se está equivocando, persiste en el esfuerzo por seguir errando.
¡Macarra! Sí, vosotros. Porque mancháis mi deporte con actitudes que en nada reflejan los valores que transmite y que no seréis nunca capaces de entender desde vuestra escasa altura de miras.
¡Macarra! Sí, yo. Por escribir unas líneas desde el dolor y el rencor que me producen las lágrimas de mi hijo, que defendió la verdad que siempre le he pedido, desde la educación que siempre le he exigido.
¡Macarra! Sí, yo. Porque no quiero que se me pase la mala leche antes de escribir pero quiero disfrutar del orgullo de que ver que mi hijo, sin saberlo, se está convirtiendo en una buena persona.
¡Macarra! Sí, yo. Porque cada vez me hacéis sentirme más seguro del ‘venceréis pero no convenceréis’, de que la palabra (aunque a veces sea inadecuada e incluso faltosa) es lo que nos hace humanos y nos distingue del resto de animales.
¡Macarra! Sí, yo. Porque sé que posiblemente no haga bien escribiendo esto pero sé que es mi desahogo, mi calma y mi forma de dar la cara, mi nombre y mi apellido.
¡Macarra! Sí, yo. Porque estoy dispuesto a defender mi posición con cualquiera con la palabra como herramienta y porque también estoy dispuesto a variar incluso esa posición si los argumentos me animan a asumir que estoy equivocado.
¡Macarra! Sí, yo. Porque no me da la gana ponerme de vuestra parte, porque sé que hay mucha gente distinta a vosotros que transmiten lo que yo quiero ver en mis hijos, porque siempre estarán ahí para enderezarme si me tuerzo o me equivoco de camino y porque son la gente que sí me representa. Vosotros, sí, vosotros, nunca lo haréis.