En este país, desde Franco a Zetapé, los referendos se han utilizado o para metérsela doblada al nosabenocontesta o para torcer la opinión de quien lo que sabe no le gusta al preguntador. Quizá sólo las dos manipulaciones de Suárez (1976 y 1978) fueron claramente beneficiosas para todos, pues liquidaron el franquismo dando paso a un Estado de derecho. Pero éste de la llamada Constitución Europea me recuerda a posteriores plebiscitos de apoyo al gobierno de casa aprovechando que el Danubio pasa por Budapest, y ya sólo por eso el cuerpo me pide votar no el 20-F. Pero hay otra razón principal.
Se nos machaca con que este Tratado es un paso más en la construcción europea. Pues hablando de obras no pongamos el tejado sobre cimientos sin fraguar o el edificio acabará viniéndose abajo. Y uno de esos pilares flojos es esa Constitución nuestra tan superada, cuyo artículo 47 consagra el derecho de todos los españoles a una vivienda digna y condena expresamente la especulación del suelo. Sin embargo, los afortunados propietarios de fincas a punto de ser engullidas por el crecimiento urbano siguen frotándose las manos ante la porrada de millones gracias a los cuales la repercusión del astronómico precio del solar en el del piso superará al de la edificación, con lo que un montón de familias tendrán que hipotecar la mitad de los ingresos de toda su vida para que una sola se forre con el pelotazo.
Pero es que, además de carísimas, nuestras viviendas están tan mal hechas que podemos oír hasta los gases que por vía oral o rectal tengan a bien expeler nuestros vecinos. Y esto ocurre igual con gobiernos de derecha que de izquierda incapaces de limitar el precio del suelo destinado a satisfacer una primera necesidad que es además un derecho constitucional básico. Así que para qué queremos una Super Carta Magna si la de aquí es papel mojado. Menos construcción europea y más construcción española, riojana o najerina digna, asequible y aislada como Dios manda. Cómo no vamos a sentir los pedos si los tabiques son una mierda, aunque la estemos pagando a precio de oro. Y contentos, que aún no los olemos.