Sabíamos que la enfermedad y el envejecimiento se debían a fallos genéticos, pero no que algún día el hombre sería capaz de repararlos. En los próximos años la ciencia irá ganándoles la partida a los crecimientos celulares desordenados, a las insuficiencias de órganos y sistemas y a la involución de los tejidos que considerábamos natural. Tres o cuatro premios nobel más y acabarán desapareciendo todas las causas de muerte ajenas al albedrío del rey de la creación. Los seres humanos dejaremos de ser frágil pasto de infecciones, accidentes vasculares, tumores, trastornos metabólicos, degeneración tisular y atrofia ósea y ello incrementará nuestra longevidad hasta batir marcas bíblicas. La consecuencia de esta aparente buena noticia para la Humanidad, la inmortalidad, se me antoja empero más aterradora aún que la misma muerte: ¿podemos imaginar el horror de una vida sin enfermedad ni vejez ni final? La fantasía: una existencia indolora, dichosa e infinita. La realidad: hipoteca a dos siglos más euribor, jubilación a los ciento sesenta y cinco, hijos octogenarios sin largarse de casa, nietos invitándonos a sus bodas de oro, abuelos matusalenes rotando por las nueras a lustros y centurias soportando el hastío cósmico de una tarde de domingo sempiterna sin la esperanza de un próximo descanso en paz. Cuando esto suceda nuestra primera causa de muerte no será el cáncer o el infarto sino el suicidio, y cuando estemos tan sanos que para lograr la liberación de una insoportable condena a vida perpetua tengamos que quitárnosla, quizás añoremos el romanticismo de la muerte trágica, la excitante ignorancia del día y la hora o la belleza de la extinción entre cuidados, afectos y lágrimas. Puede que echemos en falta incluso a la pobre medicina, encargada de apechugar con las desastrosas consecuencias de la presunta chapuza genética cometida el sexto día por un Creador cansado, cuyos ejercitantes se extinguieron como dinosaurios tras el cataclismo de salud que estúpidos científicos provocaron creyendo enmendar un fallo perfectamente calculado por el Viejo Zorro: ¿quién se afanaría en merecer la vida eterna sabiendo lo espantosa que es?