LA Gran Vía es una calle importante y resulta lógico que el debate
desencadenado por su reforma rebase el salón de plenos y se instale
donde tiene que ser, en la calle. Es donde la gente hace la vida en
este país, así que es normal que la transformación de su auténtico
cuarto de estar suscite pasiones. En la calle los ciudadanos se
encuentran y se relacionan o bien se evitan, aunque todo esto resulta
difícil en aceruchas en las que quienes hacen sus recados andando han
de hacinarse para que otros puedan hacerlos en coche: uno solo en doble
fila ocupa el mismo trozo de vía pública que toda la acera de la
manzana. Esta nueva polémica urbana recuerda la de la «peatonal»,
aunque sin aquellas manifestaciones, caceroladas y crespones negros
contra los malvados que osaron quitarles el centro de la ciudad a los
coches para entregárselo a los ciudadanos. Ahora le toca a una arteria
arrebatada a su vez al ferrocarril en aquellos años desarrollistas de
amplias avenidas para seiscientos y para mí los promotores de este
nuevo proyecto se han quedado cortos. Yo hubiera convertido toda la
gran calle ex gran vía en una gran acera, un soberbio espacio urbano
para pasear, tropezarse con gente y pararse a conversar con ella o, en
su caso, esquivarla con facilidad. Para rematar la faena, cerraría al
tráfico también Portugal, Bretón, Víctor Pradera y el Espolón. Y a los
coches particulares que les den. A caminar, que es muy sano. En Europa
hay zonas peatonales tan grandes como Logroño entero sin problemas de
suministro, de transporte o de traslado de personas. Todo el centro
debería consistir en un paseo y un aparcamiento gigantescos
superpuestos. Y qué más dará si en la superficie se plantan palmeras o
plantas carnívoras, aunque el frutal triunfaría; por aquí gusta mucho
volver del paseo con unos buenos melocotones en la bolsa y más a mano
imposible. Lo importante es que el corazón de la ciudad palpite de vida
a pie: niños correteando, adultos afanándose y ancianos esquivando
jóvenes en bicicleta. La Gran Acera. Un inmenso sembrado de
envoltorios, gargajos, colillas, cáscaras de pipas y cagarrutas, sí,
pero libre al fin de dobles filas, burros motorizados, malos humos,
descerebrados montados en ruidos, atascos, pitadas y trampas mortales
para viandantes. No un día, el año entero sin mi coche. Y sin el suyo,
claro.