«Vive cada día como si fuera el último, pero sin temer a la muerte». Este conocido consejo, atribuido a más de un ilustre pensador (Confucio, Marco Aurelio, Gracián), parece dirigido expresamente a los habitantes de este país. Los expertos económicos advierten de que estamos endeudados hasta los calzones: vivimos por encima de nuestros posibles, derrochamos lo que no tenemos (dinero, salud, gasolina, agua) y a la hora de comprar sin pagar nos comportamos efectivamente como si otros fueran a pechar con nuestras deudas. Nadie dice tener un duro pero los centros comerciales están a reventar, los cajeros automáticos y las tarjetas de crédito echan humo, en los restaurantes hay que hacer cola, parece que regalan los coches de alta gama y a los constructores de las viviendas más caras del planeta se las quitan de las manos. Y es que todo son facilidades para consumir. A ver quién no tiene coche por cien euros al mes o piso por quinientos, aunque antes de pagarlos el primero pasará ya la ITV anual y por el segundo corretearán los nietos. Los banqueros, esos insaciables vampiros chupasueldos que alardean obscenamente del incremento de sus fabulosas ganancias, ya ofrecen hipotecas a cincuenta años, lo que significa que cuando las ganas de beneficio aprietan ni la pensión del obrero se respeta. Alto precio el que hemos de pagar los españoles por nuestra indestructible vocación de propietarios: puesto de trabajo en propiedad, vivienda en propiedad, cónyuge en propiedad; el prototipo de moderno celtíbero es un funcionario con el piso empapelado de letras que acuchilla a su pareja por querer irse con otra. Aunque, bien pensado, puede que este vivir nuestro como si el mundo se acabara la próxima madrugada no sea irresponsabilidad sino sabiduría. Quizás hagamos bien abriendo los grifos como si viviésemos en Islandia, comprando ahora y empezando a pagar en marzo, contrayendo hipotecas a medio siglo, trasnochando como si mañana no hubiera curro, acumulando factores de riesgo potencialmente mortíferos, casándonos con nuestros suegros o procreando esos bebés tan ricos como si no fueran a crecer. Porque otro sabio, éste anónimo pero español sin duda, dijo aquello de «a vivir, que son dos días». Y, como ya pasó el primero, no será tan descabellado considerar que nos encontramos en el último.