La Gran Vía de Bilbao se extiende entre dos estatuas. Una representa a Don Diego López de Haro, fundador de la villa, y la otra está dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, advocación cristiana debida a su aparición a una santa mujer para reprochar el «desprecio, indiferencia e ingratitud» de los hombres, por quienes su corazón se consumía en amor abrasador. Sobre el mazacotudo pedestal se erguía una imagen de Jesucristo con una leyenda bajo sus pies, «Reinaré en España», hasta que hace un año el monumento quedó oculto tras un andamiaje levantado, se leía en él, para restaurarlo. La verdad, no parecía muy estropeado, pero como los ayuntamientos no saben qué hacer con la pasta y los del PNV han sido siempre algo meapilarras, a lo mejor tampoco le venía mal un lavado de cara al ilustre aspirante al trono. El caso es que, tras meses de trabajo, el monumento ha quedado de nuevo al descubierto. A primera vista no se aprecia mucho cambio: la estatua ha recibido un horrendo baño purpurino y por la noche iluminan el pedestal de un violeta puticlub. ¿Y para esa horterada tanto andamio, tanto mes y tanto gasto? No, claro; además ha desaparecido la amenazadora frase que rodeaba la peana. Eran apenas tres palabras, pero su formidable carga simbólica reconcentraba la enfermiza aversión del nacionalismo vasco hacia su demonio tricéfalo: el castellano, la corona, España. Un «reinaré en España» plantado en el corazón de Bilbao debía de ser para algunos una provocación intolerable, así que ahora se entiende el verdadero motivo de la paradójica «restauración»: eliminar la nefanda profecía del catafalco. Ya puestos, podían haberla cambiado por un «Presidiré la República Vasca», o la efigie por la de algún pretendiente carlistón con raíces vascongadas. Han hecho cosas más difíciles, como lograr que llueva en el interior de los ministerios («chubascos en todo el Estado», dice ridículamente la ETB por no pronunciar la palabra prohibida). Parece que los gobernantes bilbaínos quisieran actualizar el mensaje de la sacrocardíaca revelación: desprecio, indiferencia e ingratitud, en este caso de una gran ciudad hacia la madre Castilla que la parió. Así que, amigo Diego, date por restaurado cualquier día, pues López y Haro no son nombres euskopolíticamente correctos. Ya verán cómo a El Corte Inglés no lo tocan. Una mención a Inglaterra en plena Gran Vía bilbaína, pase. Pero a España, ni del mismísimo Jesucristo.