Rara vez piso un centro comercial pero quería escribir sobre el fenómeno, así que visité uno de los dos que hay en Logroño en un momento supuestamente idóneo para la práctica de la compra compulsiva: el primer sábado de diciembre. Y la primera impresión al penetrar en el templo del consumismo fue la gran afluencia de fieles. Agobiaba un poco zambullirse en la agitada pleamar de familias, parejitas y pandillas que inundaba las dos plantas de una galería cuyo diseño elíptico proporciona la falsa sensación de un paseo infinito, aunque se den más vueltas que un tiovivo. Pero pronto me di cuenta de que allí no era caja todo lo que relucía, pues la mayoría del personal se dedicaba a dos actividades bien distintas de comprar: tomar algo o pasear sin rumbo como presos estirando las piernas por el patio del penal. El lugar se me antojó un invernadero de urbanitas desahogándose de su asfixiante atmósfera cotidiana, laboral y doméstica. Un gigantesco aprisco invernal donde los papás sueltan a los niños mientras se quitan el mono de terraza y cañita, las parejas cenan barato y los chavales le arrean al móvil. Los muchos bares que había estaban abarrotados, sí, pero el interior de las tiendas era otro cantar. La mayoría estaban casi vacías y algunas, desiertas, confirmando mi sospecha de que en esta ciudad no puede haber suficiente gente para tantísima tienda pero nunca habrá suficientes tabernas para tan poca gente. Mi sensación final fue que allí se va, más que nada, a matar la tarde. Pero, trágicamente, lo que de verdad se está matando es la ciudad. Sólo hay que darse una vuelta por el verdadero centro de la auténtica ciudad para ver cómo, tras herirla de muerte, sus moradores huyen en masa (vía ascensor-garaje-rotondas-parking-escalera mecánica) a guarecerse en esos horribles hangares donde nunca es de día ni de noche ni llueve ni luce el sol ni hace frío ni calor ni venden nada que no se venda ni sirven nada que no pueda tomarse a dos pasos de casa. Más que un asesinato, el abandono del comercio local por el multinacional es un suicidio colectivo. Así que, ya que no podemos escapar a la fiebre de la regalomanía, compremos en las tiendas de nuestros convecinos. Además de aliviar la calentura, el frío en el rostro es, junto con la ilusión de felicidad y el aroma de las castañas asadas, lo único auténtico que en estas fechas reina en las calles de la ciudad. Por ahora sólo es el frío del invierno. No permitamos que acabe siendo el de la muerte.