TIENE su gracia que el primer rey ‘español’, el bárbaro Ataúlfo, previo braguetazo con la hija del emperador Teodosio el Grande, reinara en el territorio de la actual Cataluña y muriera en el mismo Barcelona, debidamente asesinado por su sucesor al gótico modo. Por cierto que Gala Placidia, la desventurada reina, inspiró una ópera filowagneriana pero muy catalana, música de Pahissa y libreto de Guimerá, hoy olvidada. Dieciséis siglos después, en virtud de otro braguetazo, éste postelectoral, en la antigua Tarraconense manda el muy republicano Carod, ese zorro colado en el gallinero españolista al que sólo le hace gracia la corona de espinas. El caso es que, desde Ataúlfo a Juan Carlos, en esta gran Nación de naciones han reinado centenares de reyes entre godos, astur-leoneses, castellanos, aragoneses, valencianos, navarros, viguerenses, mallorquines y hasta españoles propiamente dichos por el bando cristiano, además de califas, emires y demás reyezuelos de taifas y demás morerías hispanas, frente a la media docena de presidentes en apenas diez años de República (cuatro de ellos en los once meses que duró la Primera). Ni siquiera los vascos, la otra cepa hispánica resistente al Estado coronado, se libran de la real influencia histórica, pues la cima de un país tan montañero como la verde Euskal Herría es un pico llamado Mesa de los Tres Reyes; a no confundir con la verde mesa donde los treses también son reyes, pues se conoce que los cuatro de la baraja del cantar lorquiano no les parecieron suficientes a los inventores del mus. No es de extrañar, pues, que un país tan monárquico y tan poco republicano como España, mal que les pese a los cuatro ondeantes de la ilegal tricolor, haya convertido en majestades a los tres astrónomos protagonistas de la noche más hermosa del año. Cómo no vamos a ser monárquicos los españolitos si, aparte de hacer casi siempre lo que nos da la real gana, son tres reyes (aunque uno lleve turbante) los encargados de echarnos los regalos en el salón. En cuanto al protorreino peninsular, y con el fin de paliar el descenso de sus ventas de cava (salvo del jarrero Reial Carlton), brindo a los amigos catalanistas la idea de elaborar roscos de Reyes coronados por un caganet con la jeta del conseller en cap en pleno apretón, simpático símbolo de la república imposible ciscándose a pelo y sin trono en la monarquía. Arrasaría. En casa, al menos, lo que más nos gusta de la realeza es precisamente el navideño roscón de nata. Siempre, claro está, que no te toque el haba.