Conocer de antemano el desenlace de ese filme excesivo e innecesario que me pareció King Kong distrajo mi atención analizando el paralelismo entre las dos junglas que se mostraban, ubicadas en sendas islas. La primera, Calavera, infestada de monstruosas bestias salvajes dedicadas a sobrevivir a base de comerse unas a otras de acuerdo con la inmisericorde ley de la selva que proporciona a las especies su necesario equilibrio biológico. La segunda, Manhattan, habitada por neoyorquinos dedicados a amasar dólares a base de empobrecerse unos a otros de acuerdo con la salvaje ley del mercado que otorga a las clases sociales su necesario desequilibrio de renta. Para mí, el peor bicho de cuantos desfilaron por la pantalla fue el bípedo urbanita cuya ambición sin escrúpulos desencadena la tragedia al destruir el orden natural de ambas junglas-islas transfiriendo al gran mono desde la suya, terrible, a otra aún peor. La ciudad como selva es una metáfora gastada pero se revalida al considerar la coexistencia en el seno de la fauna ciudadana de dos subespecies, motorizada y deambulante, la primera de las cuales ejerce un apabullante dominio depredador sobre la segunda. Ir montado en algo convierte automáticamente al hombre en un poderoso ser, superior al miserable que ose cruzarse en su trayectoria desplazándose sobre los pies.
En otros países, civilizados, la calzada es tan segura como la acera, porque cuando un conductor detecta a un peatón aproximándose al paso de cebra frena y se detiene para permitirle cruzarlo antes de que despegue el pie del bordillo. O sea, respeta su preferencia. Pero aquí aceleramos para alcanzar el paso antes que el viandante, lo que convierte al automovilista en una amenaza, el paso en una trampa y al peatón en una víctima que se juega el tipo frente al monstruo mecánico que se abalanza sobre él dispuesto a arrebatarle la preferencia y hasta la vida si se descuidara. Es la ley de la selva, pura y dura: el fuerte acaba con el débil que se ponga por delante. Se me ocurre que, aprovechando la apertura en canal de la Gran Vía, podrían instalarse unos dispositivos tales que cuando un vehículo y un peatón se acercaran a un paso de cebra se levantase automáticamente un muro protector tan eficaz como el que protegía a Kong de los poco más evolucionados humanos. Aunque si el mítico gorila aterrizara en Logroño no necesitaría escalar la torre de Pachín para escapar de un medio hostil. Con tanto depredador, tanta presa fácil y tanto socavón embarrado, en esta jungla nuestra donde el coche es el rey se encontraría a sus anchas.