PIENSO que esta democracia nuestra necesita voces nuevas. No puede ser que cada cuatro años aparezcan los mismos con el discurso de siempre y que además es idéntico para todos: nuestros rivales son unos incompetentes y los culpables de todos los problemas, reales (injusticia, violencia, desigualdad) o ficticios (estatutos, archivos) pero si ganamos nosotros el desgobernar se va a acabar. Increíblemente, aunque tras su mandato todo siga igual o peor, seguirán presentándose y la gente los sequirá votando, incluso con entusiasmo. Parece como si millones de personas sólo tuviesen en común la cesión cuatrienal de su cuota de soberanía a las mismas siglas, cuando en la sociedad existen colectivos tan amplios como para cambiar las cosas que de verdad les preocupan o afectan si fueran capaces de organizarse y concurrir a unas elecciones.
Las señoras, por ejemplo, lograrían mayoría absoluta y podrían desalojar a los varones del poder, promulgar su exención de las tareas domésticas y hasta llegar a papisas. Los jubilados necesitarían coaligarse pero sin duda se harían con las carteras que les permitirían triplicarse la pensión y recibir a diario por ley la visita del médico en casa. Los muchos escaños que obtendrían los entrampados de por vida para adquirir una vivienda les permitirían reducir el interés al 0,05%, ya que una hipotética candidatura de banqueros forrados obtendría menos votos que la Falange. Y quienes están hasta las gónadas de realizar un trabajo que detestan en una atmósfera irrespirable incluso sin humo decretarían desde su cómoda mayoría la prejubilación con el cien por cien alegando harting, una nueva enfermedad laboral reconocida que sería como el mobbing pero por dentro.
Como en casi todos los hogares conviven hipotecados, jubilados, amas de casa y currantes, las estrategias, las coaliciones y los proyectos legislativos se urdirían en torno a la fritanga o ante el telebasural y la democracia al fin sería cosa de todos y no sólo de quienes sólo se acuerdan del censo para sacarle los votos bisiestos. Lo que sucede, para alivio de la clase política, es que la mayoría más numerosa y por tanto más potente es la que llaman silenciosa, porque sus incontables miembros nunca dicen lo que piensan; como mucho, se limitan a quejarse en voz baja mientras se dan de cabezadas contra su particular muro de las lamentaciones. Y a votar a los grupos organizados de siempre para elegir entre ellos al nuevo culpable oficial de sus males. O sea, a soportar cuatro años más lo que se merecen o, al menos, aquello con lo que parecen conformarse.