Una de las cosas que más me sorprendieron cuando visité Manhattan fue el vaso de agua. Nada más sentarte en cualquier cafetería o restaurante se acercaba un camarero que antes de abrir la boca te había colocado delante un buen vaso de agua corriente con hielo por cortesía de la casa. Un detalle impensable en nuestro hidrofóbico país. El Ebro no es el Hudson, desde luego, pero aquí nunca escasea una estupenda agua de boca hasta el punto de que en muchos restaurantes no sepan lo que es a juzgar por la cara que te ponen cuando la pides. Hace años que la saludable agua del grifo ha desaparecido no solo de los comedores de lujo sino también de la más humilde de las fondas y ha sido sustituida por la mineromedicinal que has de beber quieras que no, aunque no estés delicado del riñón, si deseas acompañar la comida sólo con líquido elemento. Al parecer, además, las neveras de estos establecimientos sólo permiten almacenar envases de cuartillo como mucho, así que si uno se aventura a comer con niños sedientos ya puede prepararse a pagar por el agua más que por los macarrones o el filete con patatas. Cuando los míos eran pequeños procuraba llevarlos al restaurante sobrehidratados de la calle porque podían beberse tres o cuatro botellines cada uno y al final, ya digo, ni el jamón salía tan caro. Podría entenderse la recomendación de no beber agua donde sea mala, pero aquí no es el caso y aunque lo fuera el cliente siempre podrá exigir que no le nieguen una buena jarra en lugar de la botellita de agua de marca que ha de racionar como si fuera un reserva. Por cierto que tiene su miga eso de que algunos restaurantes “permitirán” al cliente llevarse a casa el morapio que no haya consumido. Vino y menú son de quien los paga y si no nos llevamos las sobras a casa es por esa vergüenza tan española del qué dirán. En otros lugares, por lógico, es habitual. La otra novedad anunciada, poder entrar en el restaurante con tu botella de vino en la mano, ya me gusta menos. Claro que sale más barato, pero por la misma razón nos llevaríamos la tartera con la cena para cambiar de aires y de paso quitarnos de recoger y fregar. Aun así cobrarán por descorchar la botella, así que acuérdense de llevarla descorchada de casa, total, ya vencida la vergüenza qué más da. Creo que no me presentaría nunca en un restaurante con el vino puesto, pero sí en cambio con agua de la canilla de mi casa (la misma que llega a los bares y restaurantes que la escatiman), que está bien buena, aunque me llevasen algo por el vaso y el hielo.