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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Morbility Show

La víspera del óbito de Rocío Jurado pasé por delante de su casa en La Moraleja (les juro que iba a otro sitio) y quedé atónito ante la magnitud de la buitrera mediática que había anidado en torno al lecho de la moribunda. Una caravana de unidades móviles con sus parabólicas orientadas a los cernícalos electrónicos que nos sobrevuelan y una marabunta de reporteros, paparazzi, mirones y policías bloqueaban las calles adyacentes a una vivienda cuyo interés informativo era la agonía de su dueña. La muerte de esta españolaza de las de Merimée a más no poder (folclórica recasada con torero y protosuegra de guardia civil) ha puesto en evidencia varias cosas. La primera, que ‘la más grande’ voz femenina española resulta que no ha sido la de Victoria, Berganza o Caballé sino la de una tonadillera. La segunda, que hasta una celebridad inflada de millones acaba palmando cuando un mal mortal se instala en su organismo, aunque los tire a paletadas en ese Lourdes de los ricos que es Houston para recibir el mismo tratamiento que aquí da gratis el Seguro. La tercera, que eso de que hay gente pa tó alcanza cotas insospechadas de certeza en la cola de madrileños insolándose para desfilar ante el ataúd de la llorada artista. La cuarta, que folclóricas ya embalsamadas de la Primera Dinastía como Marujita Díaz o Sara Montiel aún son capaces de abandonar la mastaba, colgarse la gafa negra y articular algún fonema ante las cámaras. Y, por fin, que el derecho a la confidencialidad, intimidad y protección de datos sobre la salud de los españoles, tan rigurosamente exigida como perseguida su infracción en mortales anónimos, pierde su vigor cuando se trata de famosos. No sólo nos hemos enterado todos del diagnóstico de Rocío Jurado sino que hemos podido seguir hora a hora su fatal evolución gracias a la sistemática violación de este derecho, y no sólo a cargo de los medios; la propia ministra de Cultura (recién operada de la matriz, por si no lo saben) se encargó de divulgar nuevos datos clínicos de la enfermedad más famosa del país, como si la fiebre, el vómito o el coma de una paciente terminal tuviesen algo de cultural. El derecho a una muerte digna y en la intimidad ampara incluso a quienes hicieron de su vida privada un plató. Pero en este caso, como en tantos, la implacable rapiña informativa al servicio de un público ávido de esta clase de carroña han convertido un drama familiar en un obsceno morbility show de exitosa cuota de pantalla. Y eso no se lo merece ni la mismísima Rociíto.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.