Bilbao siempre fue una gran ciudad pero, tras la prodigiosa transformación del entorno de su ría, hoy es también una hermosa ciudad por la que da gusto pasear entre niños que juegan a la salida del colegio, señoronas alternando en las terrazas, jóvenes tonteando y turistas sacando fotos. Una ciudad normal, en suma; o mejor, normalizada tras muchos años espantando visitantes. Pero, recorriendo la Gran Vía, de pronto se descubre el siguiente letrero en una imponente fachada institucional: «Necesitamos la paz». Y uno reflexiona: pero si aquí ya hay paz, que es el estado natural de la gente de bien. La aspiración de los ciudadanos de Bilbao, Logroño o Senegal es vivir lo mejor posible, y eso incluye hacerlo en paz, sin más límites que el respeto a los demás y las reglas de juego del Estado democrático de derecho que otros rompen para destruir esa tranquilidad natural de la sociedad. Cuando, por ejemplo, una banda de forajidos obliga a los pacíficos pasajeros de un autobús a abandonarlo antes de pegarle fuego y salir corriendo, no cabe hablar de guerra sino de ataque unilateral. Y en una sociedad bajo el imperio de la ley lo que procede es perseguir, detener, juzgar y condenar no sólo a los ejecutores de tales fechorías sino también a sus ideólogos y apologistas. El gobierno, en cambio, ha decidido sentarse con ellos para ver qué quieren por estarse quietecitos con la pistola o la gasolina y no perturbar la espontánea paz ciudadana destrozando cabinas, cajeros, oficinas, autobuses o vidas. La «tregua» de ETA sin duda ha aumentado el bienestar callejero, pero las amenazadoras pintadas que por doquier ya exigen libertad hasta para el desalmado asesino De Juana y el rebrote del vandalismo callejero transmiten el desasosegador mensaje de que esta frágil paz que se respira en la calle por la suspensión de la agresión terrorista podría romperse en cualquier momento si no se atendieran sus inaceptables exigencias. De momento los «violentos» ya se han apuntado un tanto al imponer su pervertido lenguaje llamando negociación a lo que a todas luces es un chantaje. Este «proceso de paz» me recuerda al pacto de Munich con el que las democracias europeas trataron de apaciguar a Hitler para evitar la guerra, es decir, su agresión. Chamberlain y Daladier fueron aclamados en Londres y París como salvadores de la paz, pero sólo habían conseguido retrasar una terrible batalla librada hasta la derrota total del nazismo. El error de intentar acuerdos de paz con totalitarios que no condenan la violencia es una lección histórica que los campeones de la memoria harían bien en recordar.