Hace unas semanas sacaron en el desgraciario unas imágenes de las que quitan las ganas de comer. Un cuadrúpedo con apariencia humanoide,erguido sobre sus patas traseras,golpeaba salvajemente a un pobre perro indefenso que aullaba de dolor mientras el energúmeno, ebrio de violencia, se ensañaba con el animal apaleándolo más y más fuerte. Mas lo peor de la triste historia estaba por venir, pues resulta que el vecino que denunció la brutal paliza fue increpado en el juzgado por gentuza que en cambio vitoreó al cruel asesino del chucho. Fue entonces cuando me entraron ganas de vomitar lo ya ingerido. Asqueado, apagué la tele y con las tripas ya revueltas sin remedio acudieron a mi pensamiento imágenes tan dispares como las del populacho ante el balcón de Pilatos gritando: «¡crucifícale!», la de siniestros manifestantes coreando: «¡ETA, mátalos», o la de la multitud sedienta de sangre ante cualquier patíbulo. El género humano siempre ha ejercido comportamientos detestables pero pocos tanto como el de la sádica chusma jaleando cobardemente al verdugo de una víctima indefensa. Las terribles imágenes del perro apaleado hasta la muerte nos conmueven sobre todo por la compasión a la que nos mueven sus lastimeros aullidos, pues suponemos que la intensidad de una respuesta al daño físico (que puede oscilar desde el llanto silencioso hasta el alarido espeluznante) debe de ser proporcional al estímulo que lo produce. De modo que al espectador de un sufrimiento no le impresionará tanto el daño infligido, que no puede percibir ni medir, como la reacción de la víctima, reflejo indirecto de la magnitud de su dolor. Socialmente, además, se acepta que sin queja no hay sufrimiento, como muy bien saben quienes lo hacen sin mayor motivo para llamar la atención. Y ahí reside, pienso, la razón por la que en nuestro país no sólo continúa ofreciéndose un vergonzoso espectáculo basado en la tortura sistemática de animales sino que ha sido elevado a la superior categoría cultural de fiesta, nacional nada menos. Por increíble que parezca, hay personas convencidas de que los toros no sufren durante la lidia, como si fuesen los únicos bichos de la creación privados de receptores nerviosos del dolor, sólo porque apenas exteriorizan el tremendo daño que sin duda sienten. Si el pobre toro reaccionara al tormento como lo hace un perro despiadadamente apaleado por una bestia con pantalones y boina, las personas dotadas de sensibilidad no sólo no pagarían por verlo sino que sentirían la misma náusea ante su retransmisión. Pero los toros no se quejan, y de su bravo silencio emana su tragedia.