La palabra eutanasia significa «buena muerte» y define los actos encaminados a proporcionar al moribundo un final con el menor sufrimiento innecesario posible. Tanto la eutanasia llamada activa (por ejemplo: administrar un fármaco que acelere la llegada de la muerte) como la pasiva (verbigracia: suprimir el tratamiento que prolongue artificialmente la existencia de un cuerpo humano que ha dejado de ser una persona) son resultado de una decisión médica tomada con el consentimiento de los familiares o respetando la voluntad anticipada de quien ya no está capacitado para decidir. Es una dolorosa situación que se vive a diario en nuestros hospitales y cuenta con el tácito consentimiento de una sociedad que considera justificado por humanitario evitar el sufrimiento inútil de un ser humano en sus últimas horas. Ahora bien, el gran debate destapador de la gran caja de los grandes truenos en torno a la eutanasia se reaviva cuando conocemos historias tan espeluznantes como la de Ramón Sampedro o más reciente de Piergiorgio Welby, personas en su sano juicio sometidas a una cruel existencia sin remedio, que desean morir pero no pueden hacerlo sin ayuda. Entonces hablamos de otra cosa, el suicidio asistido, y topamos con buena parte de la sociedad radicalmente opuesta con el respaldo de dos instituciones tan poderosas como la Justicia y la Iglesia: prestar ayuda a la muerte voluntaria de despojos humanos permanentemente torturados por su condena a continuar vivos con plena conciencia de su atroz sufrimiento es a la vez delito y pecado y quien lo hiciera se expone, además de a la reprobación social, religiosa y profesional, a la cárcel. Sin embargo, ¿acaso hay una existencia más desgraciada que la de quien desea concluirla? A la cantidad de cosas que Sampedro o Welby no podían hacer, como caminar, valerse o abrazar, hay que añadir el derecho de todo ser humano a poner fin a una vida que sólo a él le pertenece por mucho que la comparta con otros. La pena de muerte aplicada a quien no desea morir es mucho más atroz, inhumana y repugnante que la pena de vida impuesta a quien no desea soportar un sólo día más de inmensa amargura, dolor incalmable, frustración desesperante, desolación infinita. Sin embargo, para los lamentables asesinatos legales (que eso son las ejecuciones incluso de tipos como Sadam) bien que se echa mano de médicos cómplices del verdugo que no sólo no son expedientados por el gremio sino que cobran de la justicia y recibirán tierra bendita.