La justicia es una aspiración humana de primer orden equiparable a la salud, la prosperidad o la felicidad. Sin embargo, la injusticia, la enfermedad, la pobreza y la desdicha son señas de identidad para la aplastada mayoría de una Humanidad ansiosa de bienestar pero sobrada de desventura. Algunos Estados, sensibles a estas necesidades básicas de sus súbditos, han promovido sistemas de protección social volcados en las mayores debilidades del ser humano, la vejez y la enfermedad. España es ejemplo de país que dedica buena parte de su presupuesto a fomentar el llamado Estado del Bienestar con prestaciones como la educación, las pensiones, la sanidad o la recién incorporada ayuda a la dependencia. Pero va siendo hora de ampliar los horizontes de ese bienestar, es decir, de recibir gratis del Estado nuevos servicios que ahora nos cuestan pasta. Yo propondría como siguiente pilar del puente hacia la felicidad colectiva un Sistema Nacional de Justicia, basado en el acceso universal y gratuito al despacho del abogado para contarle nuestros litigios con la comunidad de vecinos, la empresa o la compañía de seguros. Como en los de blanca, en estos ambulatorios de bata negra la mayoría de las querellas se resolverían con un consejo y los menos requerirían ir a quirófano, o sea a juicio, pero lo importante es que todo sería, siempre, gratis total. El sistema tendría la ventaja de nacer ya con interminables listas de espera y plazos de demora hasta la sentencia y naturalmente seguiría existiendo el bufete privado, pero miles de licenciados en Derecho optarían por preparar el LIR (letrado interno y residente) para obtener un puesto vitalicio de funcionario cuya carrera profesional consistirá en trabajar cada vez un poco menos ganando un poco más. Y les daría igual si en el Centro de Justicia les citasen treinta o cuarenta usuarios por consulta porque ellos a las tres como tarde en casa. El picapleitos de cabecera, como el matasanos, sólo dispondría de unos minutos para atender a cada usuario con su caso y en tan breve tiempo tendría que enterarse del asunto, rebuscar en los recovecos de su jurispericia, aventurar un dictamen y proponer una estrategia a su cliente. Al ser asalariados y no irles nada en las demandas algunos recomendarían menos pleitos y los juzgados acabarían disminuyendo drásticamente su asfixiante actividad. Otros, en fin, se darían cuenta de lo poco que son cinco minutos para acertar en una disputa sobre impagos, ruidos o lindes y serían más comprensivos con quienes se equivocan por no disponer de más tiempo para detectar un cáncer agazapado en lo más hondo de un sujeto pasivo.