Los accidentes de tráfico son una plaga que causa muchos muertos y heridos además de incalculables gastos por reparaciones (cirugía incluida), pleitos e indemnizaciones que convierten al cochazo en un problema de salud pública, una tragedia social y un dispendio económico de dimensiones gigantescas. Sus causas son varias pero el exceso de velocidad es la principal: ni un solo desplazamiento en automóvil, y son millones a diario, se libra de rebasar en algún momento el límite permitido. Para hacer que luchan contra esta lacra las autoridades dedican inmensos recursos a la vieja estrategia de siempre: persuadir, atemorizar, reprimir. Las truculentas campañas publicitarias parece que no sirven de mucho porque eso nunca le pasa a uno sino al pringado del vecino. Los paneles luminosos, más que consejos, transmiten amenazas con el peor gusto (‘porque te van a pillar’, ‘porque a 150 no se salva nadie’). El momentáneo miedo al radar es algo más efectivo porque el multazo sí es un peligro real en forma de la pasta que te llevan embargándote si fuera preciso (admirables el celo y la eficacia de la Administración a la hora de cobrar una multa; como fuese así para todo otro gallo le cantaría a este país). Bien, pues ni con el formidable aparato represor de la infracción que despliega el Estado se logra erradicar esta calamidad de la era moderna. Con lo fácil que sería. Algunos coches disponen de un mecanismo limitador de la velocidad que impide sobrepasar la cifra seleccionada por mucho que se pise el acelerador. Luego: (1) si es posible fabricar coches que no superen determinada velocidad (de modo permanente y no opcional, claro) y (2) si es ilegal circular a más de 40 en ciudad o de 120 en carretera, ¿por qué se permite la venta de vehículos que pueden alcanzar los 260? ¿Por qué no se fabrican todos con un limitador de dos posiciones: ciudad y carretera, y punto? Así sería imposible circular a más velocidad de la debida y nos ahorraríamos cada año miles de muertos, decenas de miles de heridos y centenares de miles de millones en pleitos, asistencias, bajas, seguros y talleres, y no haría falta un ejército destinado a luchar tan inútil como costosamente contra el exceso de velocidad. La solución es tan sencilla que cuesta trabajo no sospechar que si no se aplica es porque no conviene. Hay demasiados y potentes intereses detrás del machacado en el paso de cebra o del moribundo atrapado en su flamante amasijo de hierros. Es algo parecido a lo que sucede con la guerra y la industria armamentista. «Porque interesa que te la sigas pegando». Terrible, sí, pero que alguien me razone lo contrario.