Amigo lector, si no puede leer esta columna sin gafas es usted un minusválido. Así, como suena: minusválido. O discapacitado, si se prefiere este lamentable anglicismo incorporado al diccionario de la corrección política. Y si sólo lo fuera para leer tonterías como ésta, bueno. Pero cuando la vista es fundamental para el desempeño del puesto de trabajo la cosa cambia. Millones de personas necesitamos anteojos para desarrollar la actividad de la que vivimos hasta el punto de que sin ellos no podríamos ejercerla. Visto así, las gafas deben ser consideradas una prótesis indispensable para corregir el fallo de un sentido tan importante para la relación del individuo con su entorno. La necesidad de usar gafas resulta de la insuficiencia de un órgano corporal como la diabetes, el asma, la impotencia o la artrosis lo son de otros. Pero, mientras que el Estado incluye entre sus prestaciones sanitarias remedios como el oxígeno, la insulina, el marcapasos, la prótesis de cadera y hasta de pene, niega las imprescindibles y carísimas gafas que muchos tenemos la desgracia de necesitar para poder trabajar. Adjudicar y priorizar recursos limitados frente a demanda infinita siempre es peliagudo pero en este país donde cualquier extranjero recién llegado disfruta de una asistencia sanitaria plena (algo muy hermoso pero que todos pagamos) que financia a diario numerosas exploraciones superfluas, medicamentos inútiles e intervenciones innecesarias, es de justicia que quienes llevan años contribuyendo al sistema con sus impuestos reciban del Estado que los recauda los cristales graduados que necesita para poder seguir currando, esto es, contribuyendo, o disfrutando de su merecida jubilación llegado el momento. Este desamparo del gafoso por parte de los poderes públicos me parece tan escandaloso como incomprensible la resignación al respecto del inmenso colectivo afectado. Señores candidatos, una idea preelectoral: en lugar de algunas chorradas incluyan gafas gratis en sus programas y verán. Mientras esto llega, dan ganas de convocar a todos los miopes, présbitas, astigmáticos e hipermétropes del país a una huelga de gafas caídas. Una sola jornada sin las lentes o lentillas que proporcionan la visión necesaria para realizar las tareas de medio país sería suficiente como demostración de una fuerza capaz de paralizarlo por completo. Bueno, casi. El parlamento riojano, por ejemplo, seguiría funcionando porque los padres de la región se conoce que sí reciben ayudas públicas para la corrección de sus defectos visuales. No se lo reprochemos, quizás así tramitarán antes la ley que extienda su privilegio a los demás ciudadanos.