Mi primer paso de cebra en ciudad centroeuropea fue una experiencia inolvidable. Había que cruzar sin semáforo una avenida con mucho tráfico, así que hice lo que aquí: armarme de valor y encomendarme a mi ángel custodio antes de levantar el pie del bordillo. Pues esperaba, como aquí, frenazos, quiebros y morros rugientes rozándote la cadera, pero ante mi asombro los vehículos fueron desacelerando hasta detenerse mansamente a un metro de las marcas recién pintadas. El prodigio volvió a obrarse en el siguiente cruce, y en el otro, y podías pasarte el día cambiando de acera sin sentirte intimidado porque en los países civilizados de verdad el peatón es el dueño y señor de la calle. Y no, como aquí, un pringado que se juega el pellejo cada vez que osa ponerse a tiro de alguien montado en algo capaz de atropellarlo. En nuestra sofisticada civilización el riesgo ha dejado de ser una amenaza para convertirse en una excitante actividad lúdica por la que incluso se paga, pero no hay que acudir a empresas especializadas en adrenalina para experimentar peligros mortales practicando puenting, rafting o vueling. En nuestras ciudades, en ésta sin ir más lejos, se puede ejercer gratis una peligrosa modalidad de riesgo al alcance de todos, principalmente de todos los vehículos motorizados que pululan por las calles: el pasocebring. Su objetivo consiste en resultar ileso y sin taquicardia paroxística tras cruzar a pie una vía pública por un paso señalizado. La emoción será mayor en las calzadas llamadas rápidas y a horas puntas, y la posibilidad de resultar arrollado dependerá del tipo de cruzador al que se pertenezca. En un extremo está el prudente, individuo de cierta edad pero amante aún de la vida, que sólo pasa cuando no hay bólido a la vista y es capaz de aguantar minutos estoicamente ante riadas de autos que no harán ni amago de respetarlo. El peleón, por su parte, atraviesa decidido y veloz la pista de F-1 increpando a los pilotos por su falta de consideración sin dejar de gesticular o eventualmente de blandir airadamente un bastón o el paraguas cara al tendido en busca de adhesión. Finalmente, los estoicos temerarios, habitualmente sesentonas desengañadas y matrimonios hastiados, efectúan su paso del mar Rojo con tan parsimoniosa sangre fría y tal solemne dignidad de conducidos al cadalso que en ocasiones cabe sospechar un intento de suicidio inconsciente o encubierto. El imbatible plusmarquista riojano de esta disciplina es el Sr. Bernabé, jubilado reoperado de la rodilla que tras 6.578 sobadas cuidadosamente escogidas al otro lado de Duques de Nájera continúa cruzando a diario como si nada. Y con cachava.