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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Chicleros

El cuerpo humano está perforado por siete u ocho orificios, según el sexo. Cinco son bien visibles en la parte más noble de la anatomía, la cabeza, mientras que los demás ocultan su nefanda condición de bocas colectoras y escenario de guarreridas en el otro extremo del tronco, pero todos están ahí para comunicar nuestro particular microcosmos con el mundo que lo rodea a través de una relación bi o, mayormente, unidireccional. Oídos y nariz son receptores sensoriales de estímulos exteriores, así que funcionan de fuera adentro a pesar de mocos, cerumen y legañas. El ano y la uretra, desprovistos de cualidades sensitivas, están para expeler y no recibir, excepción hecha de supositorios, pedicaciones y edemas. Solamente la boca y la vagina admiten ambos sentidos, pero mientras que ésta puede verse en algunas portadoras relegada a la misma única condición excretora de residuos que sus orificios vecinos, la boca no conoce reposo ni renuncia dado que participa de tres importantes sistemas que la comparten como puerta de entrada o salida: el digestivo, el respiratorio y la fonación. La versatilidad de la boca no conoce límites. Mientras que por las orejas sólo penetran sonidos y puntas de meñiques, por la nariz olores, aire y puntas de índices y por el culo y sus aledaños mejor no hablamos (aunque media humanidad mande continuamente tomar por allí o invite a introducirse de todo a la otra media), la boca es que lo aguanta todo. Besador, bomba succionadora, hormigonera de alimento, caja de resonancia, taller de palabras, altavoz del alma, vomitorio de empachos y rencores, vía de administración, filón de dentistas, caverna de susurros y nido de viperinas. Lenguas ajenas en busca de amor, arias veristas a romper en emoción, agua fresca o rioja en su punto, poemas, infamias, consuelos y calumnias, por la boca nos entra y sale lo mejor y lo peor, aunque algunos parece que sólo la usan para mascar chicle. Esa goma que durante un minuto aún sabe a algo y luego acaba pegurruteada bajo la tapa de una mesa. Que si disimula la halitosis, sustituye al pitillo o calma los nervios (a costa de trasmitírselos al interlocutor), pero la verdadera razón de masticar chicle compulsivamente permanece misteriosa. La modalidad a boca cerrada (en la que el rostro del mascador se asemeja a un bóvido rumiando) aún se puede aguantar, pero el constante chasquido del mascado a boca abierta es tan irrespetuoso como insoportable. Yo cuando me cae un chiclero en acción me conformo con que no me saque la lengua para inflar un globito porque algún día se me irá la mano antes de la explosión controlada y me habré buscado un lío. Encima.

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.