Llevar una vida sana no consiste en hacer ejercicio físico compulsivamente. Todos los años mueren deportistas con las zapatillas puestas y millones de aficionados sufren lesiones, muchas con secuelas invalidantes, mientras se esfuerzan en mejorar su salud. La vida sana tampoco es el resultado de obsesionarse con mortificadoras dietas que prohíben lo sabroso en favor de lo insípido; se pueden ingerir 25 huevos diarios durante décadas sin modificarse la tasa de colesterol, la cual por cierto carece de valor predictivo del riesgo de ataque cardíaco, como tampoco hay evidencia científica de relación causal entre consumo de grasas y enfermedad cardiovascular. Una vida sana no debería proscribir el consumo de alcohol, asequible analgésico de las miserias cotidianas que sí ejerce un efecto cardioprotector, y tampoco está reñida con el consumo de tabaco: muchos nonagenarios mueren fumando y ni los no fumadores están a salvo del cáncer de pulmón, entre otros. La vida sana, qué quieren, no depende de la eliminación de “factores de riesgo” o de “hábitos no saludables” involucrados en lesiones y enfermedades; no se necesita un cribado masivo de esos con que los gobernantes se las dan de benefactores preocupados por la salud de su pueblo para saber que el permiso de conducir, verbigracia, es un indiscutible factor de riesgo de sufrir accidentes de tráfico. Entonces, ¿lo suprimimos? La vida sana, en fin, no es fruto del obsesivo culto al cuerpo de las sociedades ricas bajo el lema: “Ya que no podemos ser felices, estemos sanos al menos”, pues ni eso se sostiene dado que también los médicos, vegetarianos, delgados, abstemios, deportistas, gurús del estilo de vida saludable y epidemiólogos acabamos palmando. Una vida sana, creo yo, es la que transcurre en armonía con el medio que nos ha tocado en suerte. Vivir sanamente es desempeñar correctamente los roles familiar, social y laboral con responsabilidad, competencia, honestidad, lealtad, afecto, respeto y generosidad. Y, desde luego, disfrutar plenamente de los días que nos queden sin miedo a contraer una enfermedad seguramente distinta de la que nos matará. Lo cual no es incompatible con criar michelines, hidratarse con cerveza, inflarse a panchitos, tumbarse en el sofá a ver fútbol o escuchar ópera, fumarse un puro tan lenta y ceremoniosamente como si fuese el último, practicar yoga ibérico por todo deporte e incluso con padecer una fastidiosa enfermedad crónica. Lo demás son modas, supersticiones, neuras y paternalismo estatal ejercido a través de una medicina oficial totalitaria, coercitiva e inculpatoria, basada en manipulaciones estadísticas que con el interesado aval de la burocracia sanitaria mundial permiten a la industria del estilo-de-vida-saludable hacer su agosto medicalizando a millones de personas sin más enfermedad que el pánico a enfermar. No sé si me explico.