A medida que avanzo por el tercio final del valle de lágrimas envidio cada vez más a los que creen a pie juntillas en una vida eterna más allá de la muerte, plena de gozo, paz y felicidad en presencia de un ser supremo, todopoderoso y omnisciente llamado Dios. Pues tal fe en la trascendencia del alma humana por fuerza ha de proporcionar esperanza y razón de ser a una vida terrenal dominada por el sufrimiento y abocada de otro modo a la nada. Todas las religiones han ideado y predicado un cielo presidido por un sumo hacedor como meta de la salvación, y en este sentido hay que recordar que la propia doctrina de la fe católica establece desde San Pablo (“por gracia sois salvos por medio de la fe, que es don de Dios”) que no es posible alcanzarla sin un requisito que sólo se obtiene por donación. Lo cual ha dado pie a pensar que de ese modo Dios escogería a quienes desea llevar a su presencia celestial regalándoles la fe y condenando a los no elegidos a la inferior condición de ateos. Pobres ateos, diría yo, privados de esa esperanza de redención y vida eternamente dichosa que tan llevadera les hará la existencia a quienes creen en Dios por voluntad de Éste. A mi hondo pesar estoy convencido de que los ateos somos más tristes, más infelices, más pesimistas y bastante menos vitales que los creyentes. Al menos los ateos como Dios manda, es decir, los que niegan la existencia del Altísimo y no se contentan con ponerla tímidamente en duda: “Probablemente Dios no exista. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. Este es el lema que la Asociación Madrileña de Ateos y Librepensadores (cuyo acróstico AMAL, qué cosas, significa “esperanza” en árabe) está paseando en autobuses urbanos de la capital de España. Una costosa campaña publicitaria que me parece tan incomprensible como lamentable, pues en el fondo predica la desesperanza y porque quizá nadie como un fervoroso creyente soporte mejor e incluso disfrute más de una vida contemplada como antesala del gozoso paraíso. Puedo entender que un religioso trate de procurar la salvación por la fe a quien no la tiene (inútilmente, como sabemos, sin la necesaria concesión divina), pero no que un ateo de salón trate de arrebatársela a quien tiene la suerte de disfrutar de ella. Suscribo la conocida sentencia del pensador alemán Walter Schubart: “Creer en Dios no es ninguna obligación; es un regalo, una gracia. No creer en Dios no es ningún delito: quizá sea tan sólo una desgracia”. Lo es. Y una injusticia, añadiría yo. Todo un mal que, como las hemorroides, ha de sufrirse en silencio, sin militancias en frívolas asociaciones ni impúdicos exhibicionismos del alma en toda su desnudez teologal. Cómo despreocuparnos y disfrutar de la vida si en ningún valle terrenal fluyen ríos de lágrimas tan crecidos como en el que hemos de atravesar los no agraciados en el reparto de la Fe, los pobres ateos por la gracia de Dios.