Mi hija, que está en segundo de ESO, me pidió hace unos días que le enseñara el polinomio. Debí alarmarme visiblemente porque se apresuró a recordarme que sólo se trata de una expresión algebraica. La pobre moceta, portadora de una carga genética menos proclive al número que a la letra (aunque álgebra, que significa “reducción”, era también el arte de recolocar los huesos en su sitio) andaba algo agobiada por las mates, así que no me quedó otra que enseñarle no sólo el polinomio sino también los monomios, dado que no se pueden mostrar por separado. Claro que me los tuve que empollar primero, pues ya ni recuerdo cuando era capaz de manejarme el polinomio con cierta soltura. Porque desde que servidor aprobó la asignatura jamás se ha visto en la vida cotidiana necesitado de calcular el área de un tronco de pirámide, elevar una raíz cuadrada a una potencia o resolver ecuaciones con tres incógnitas. Posiblemente todo ello sea para la mente lo que la gimnasia para el cuerpo, pero hoy en día disponemos de medios de entrenamiento cerebral más divertidos, así que, con la benevolencia de mi amigo y compañero de fatigas literarias Alonso Chavarri, pienso que para la mayoría de la gente el dominio del álgebra no es precisamente una habilidad necesaria para conducirse por la vida ni una herramienta para construirse un futuro satisfactorio. Como sí lo son, por el contrario, el cultivo de la inteligencia emocional, el fomento del respeto a los demás y a la autoridad, la toma de una conciencia cívica o el respeto de los principios de responsabilidad, justicia y solidaridad que deben guiar la convivencia del buen ciudadano; lecciones todas ellas de una asignatura llamada Educación para la ciudadanía que algunos padres no permiten que se imparta a sus hijos, mientras consienten que se les obligue a estudiar cosas como los pliegues anticlinales, la reproducción del fresal por estolones o el programa de festejos de un auto de fe. El sistema educativo considerará que todas las asignaturas son imprescindible para la correcta formación de nuestros escolares, pero quizá sea más educativo para ellos – y más beneficioso para la sociedad en la que habrán de integrarse- advertirles del efecto dañino del alcohol para su salud – y del botellón para sus vecinos-, de la preferencia del uso del preservativo al embarazo intempestivo, o aleccionarles sobre los principios fundamentales de la convivencia, que llenarles la cabeza de multitud de conocimientos exigidos por el programa de estudios que de poco o nada les servirán en la vida. Así que, puestos a objetar, yo impugnaría otras asignaturas antes que Ciudadanía. Al fin y al cabo, llegado el momento los estudiantes han de escoger Lengua y Literatura renunciando para siempre a Física y Química, o viceversa, sin que pase nada. Pero una sociedad no puede rechazar ningún esfuerzo educativo que intente formar ciudadanos excelentes, aunque confundan los sinclinales del fresón con los estolones del polinomio.