Hace poco entré por primera vez en una golmajería cuyos canutillos de crema me habían recomendado encarecidamente. Tuve suerte porque no había nadie y la encargada me atendió enseguida, pero a mitad de tarea irrumpió en el establecimiento un individuo con maneras de cliente habitual que, sin dar ni los buenos días, le reclamó su encargo a la señora. La cual abandonó inmediatamente la bandeja de mis canutillos a media carga y se adentró en el obrador de donde regresó a poco con una tarta que se puso a envolver con la parsimonia propia de la tarea y en animada conversación con el maleducado que se había colado delante de mis narices con el beneplácito de la pastelera. Por un momento pensé en protestar, pero como ni tenía prisa ni ganas de reñir por tan poco soporté la envoltura con resignación. Mas hete aquí que a continuación el sujeto le pidió pan a la tendera y ésta, ajena a mi cara de tonto, fue entresacando una a una las chapatas por el currusco hasta dar con la que se ajustaba al gusto de su cliente vip. Fue entonces cuando estuve a punto de saltar en defensa de mi vez pero me contuve de nuevo ante la evidencia de que, si ni él era consciente de su descaro ni ella de su desatención, reprochárselo resultaría tan inútil como desagradable. Era una situación parecida a cuando no puedes desaparcar de la zona azul porque alguien más listo ha dejado gratis su coche en doble fila bloqueando el tuyo; o cuando tras aguardar pacientemente el turno ante el mostrador le suena el teléfono y la oficinista te pospone en favor de quien no se ha molestado ni en salir de casa para realizar la misma gestión: si condesciendes te pisan, si callas otorgas, si transiges te la meten doblada. Así que cuando al fin mi pedido estuvo listo pagué sin rechistar y abandoné la pastelería con un sonriente «buenos días». De vuelta a casa traté de imaginar la escena si hubiera sido yo quien intentara colarse, o si les hubiese recriminado a ambos su desconsideración. Seguramente habría quedado como un quisquilloso impertinente, además de granjearme dos nuevas antipatías de por vida. Pues en lo sucesivo cada vez que aquel tipo o su pastelera amiga, el jeta de la doble fila o la dependienta que te abandona por el teléfono me reconociesen no recordarían al señor que educadamente toleró su abuso – pequeño, sí, pero sintomático de todo un modo de ser y comportarse en sociedad – sino al tocapelotas que censuró su conducta. Concluí la reflexión preguntándome si la tolerancia no será en el fondo debilidad, convencido de que en este mundo de malcriados el prudente resulta medroso y el legal un pringado, de que la buena educación te sitúa en clara desventaja frente al caradura y de que no es cierto que el mundo sea de los valientes sino de los desvergonzados. Lo que sí sé es que no volveré a poner los pies en aquella golmajería, pero no por la anécdota que acabo de participarles sino porque los tan alabados canutillos no eran nada del otro mundo. Encima.