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Fernando Sáez Aldana

El bisturí

Seguro de muerte

Mal mirado, este planeta es un corredor de la muerte universal, pues todos sus habitantes estamos condenados a la pena capital pero desconocemos cuándo se ejecutará la sentencia. Sin embargo, por instinto o autoengaño, la mayoría de las personas se conducen por la vida como si fueran inmortales. No pensar al saltar de la cama que pueda estar clareando nuestro último día quizá sea un subterfugio necesario para enfrentarnos a él librando otra batalla de esa guerra que siempre se acaba perdiendo. Pero no estaría mal que, siquiera durante el ratito de la ducha, recordásemos antes de iniciar otra etapa que la muerte es la meta de todas las carreras y que no sabemos detrás de qué curva han pintado nuestra línea. Porque entonces quizá disfrutaríamos más de las cosas buenas que nos ofrece cada jornada y concederíamos menos importancia a las miserias que inseparablemente van en el lote. Puede que pensando más en la muerte, la existencia, paradójicamente, fuese una experiencia más agradable y el mundo un sitio mejor para vivirla. Pero nacer sin fecha de caducidad proporciona a nuestra vida esa incertidumbre que posiblemente sea lo que nos empuje a seguir viviéndola aún a riesgo de creernos infinitos. Es posible, sí, que sabiendo desde el principio el día y la hora de nuestra muerte cada despertar fuese una angustiosa vivencia peor que el anterior aunque mejor que el siguiente. Pero al desconocerlo padecemos otra suerte de desasosiego cotidiano, el del miedo a una vejez sin calidad de vida, por enfermedad, pobreza o, en el peor de los futuros, ambas cosas. Ahora que la quiebra de la banca y del mismo Estado es una posibilidad (ya ha sucedido antes) justamente cuando más se vive, el temor a un futuro sin salud ni recursos ni esperanza, interminable además gracias al progreso de la medicina, supera al de no saber en qué fecha dejaremos de respirar. Pero incluso llegado a este patético desvalimiento, el ser humano conservará (o habrá delegado en leales albaceas) la suprema facultad que lo eleva sobre las otras especies mortales: el libre albedrío que le permitirá, llegado el caso, decidir el momento de su extinción. Disponer de una píldora del último día en el cajón de la mesilla concedería más tranquilidad que el plan de pensiones más garantizado, y sin aportaciones. Tal seguro de muerte eliminaría la angustia de un porvenir de miseria (física, psíquica, material y/o afectiva) y nos permitiría disfrutar de un resto de vida absolutamente en nuestras manos, siempre que nos mantuviésemos fuera del alcance de un comando reanimador. Naturalmente, sólo habría que echar mano de él en esa situación de extrema desesperanza a la que nadie deseamos llegar. Mas para eso están los seguros, para dar tranquilidad y, en este caso, la seguridad de que nuestro futuro no se convertirá en un penoso ejercicio de supervivencia inútil, gravosa para la sociedad y dolorosa para el zombi y sus allegados. Puesto que lo único seguro que la vida nos depara es la defunción, un seguro de muerte tendría más sentido que el mal llamado seguro de vida, del que encima sólo se benefician sus herederos pero nunca el asegurado. Qué, ¿lo legalizamos?

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Por Fernando SÁEZ ALDANA

Sobre el autor

Haro, 1953. Doctor en Medicina especialista en Cirugía Ortopédica y Traumatología jubilado en 2018, ya escribía antes de ser médico y lo seguirá haciendo hasta el final. Ha publicado varios libros de relatos y novelas y ha obtenido numerosos premios literarios y accésits. El bisturí es una columna de opinión que publica Diario LA RIOJA todos los jueves desde 2004.


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