La propaganda ecologista se esfuerza en pintarnos una Naturaleza hermosa, amable y ordenada, delicada e indefensa ante el inmenso poderío destructor del hombre. Pero la fantasía idílica de la belleza paisajística se desvanece brutalmente si la tierra tiembla, los ríos se desbordan, el viento se huracana o el volcán estalla. Entonces, cuando el terremoto lo sepulta, la crecida lo ahoga, el rayo lo fulmina, el tornado lo desaloja o la ventisca lo incomunica, la Naturaleza se convierte en el peor enemigo al que pueda enfrentarse el ser humano, después de sí mismo claro está. Un enemigo terrible por su potencial mortífero y extremadamente cruel porque, aunque la imprevisible descarga de su formidable arsenal meteorológico no libra de su alcance a ningún rincón de la Tierra, sus catastróficos efectos se amplifican cuando el seísmo, el maremoto, el aguacero o el ciclón se abaten sobre los más desprotegidos, por el subdesarrollo y la pobreza. Europa, por fortuna, no sufre temblores que resquebrajen sus ciudades ni tsunamis que inunden sus costas ni huracanes que derriben sus casas o arrasen sus campos. Y si algo así sucediera, las consecuencias de la catástrofe serían menores gracias a la solidez de infraestructuras y construcciones y a los recursos de socorro y protección civil de que disponemos. Pero hete aquí que madre Natura se las ha apañado para enseñarle al arrogante europeo que es la que sigue mandando en el planeta. Pues el simple estornudo de un volcán situado en una isla perdida a miles de kilómetros de su litoral provoca el caos en la comunicación mundial a través del aire impregnado de sus cenizas. La erupción del volcán islandés con nombre de exabrupto impronunciable (Eyjafjallaporküll o algo así) es una autoafirmación de la naturaleza hostil que, lejos de ser dominada por el rey de la creación, puede destruirlo o cuando menos complicarle la existencia; pero, ante todo, nos está dando a los europeos una buena lección de humildad. Inmersos en la cultura de la causalidad culpable, la responsabilidad de alguien por todo, la denuncia y la indemnización, estas minúsculas cenizas volcánicas, capaces de mantener en tierra a gigantescos aviones y en vilo a millones de viajeros al caprichoso albur del viento, nos enseñan que los mayores y más sofisticados progresos de nuestra civilización nada pueden todavía contra la imponente furia de los elementos, capaces de sacudir impunemente la tierra, el mar y el aire que nos rodean ante nuestra incrédula resignación. (Mira, cacho carbón: como no pueda volar la semana que viene para conocer a mi nieto te vas a enterar. Que te den mucho por cráter. Tontolava).