La buena fe
En la actualización que el dominico Francisco Peña realizó en el siglo XVI del Directorium inquisitorum (un auténtico “manual del inquisidor” escrito en el XIV por el Inquisidor General de Aragón Nicolau Aymerich), refiriéndose a la quema pública de herejes, instruye que “es de capital importancia atarles la lengua o amordazarlos antes de encender el fuego porque, si conservan la posibilidad de hablar, pueden herir con sus blasfemias la piedad de los que asisten a la ejecución”. O sea que era el infeliz quemado vivo el que, en un comprensible desahogo verbal de su espantoso sufrimiento, podía ofender la sensibilidad del populacho espectador de su asado a fuego lento. Pero con nuestra mentalidad del siglo XXI no podemos tacharlo de cinismo superlativo, porque el tipo sin duda era sincero y actuaba, nunca mejor dicho, de buena fe. Viene esto a cuento de las modernas ofensas occidentales a la sensibilidad musulmana que “sectores radicales” (a mí me lo parecen todos) reparan al islámico modo, o sea, condenando a muerte a los blasfemos, antes vía fatwa o edicto religioso, como a Salman Rushdie, y ahora por Internet (el fanatismo no le hace ascos a la tecnología), como en los recientes casos del pastor quemacoranes de Florida o, aquí en el mismo Al-Ándalus, de la discoteca murciana “La Meca”. Respecto al primero, quemar libros, sean coranes, biblias u otros best seller siempre me ha parecido una muestra de estupidez, pero en un país libre quemarlos en la calle no debe merecer más sanción que la prevista en la ordenanza municipal por hacer fuego en espacios públicos. Y en cuanto a la sala de fiestas, en otro país libre uno puede diseñar la sede de su empresa como le de la gana mientras cumpla la normativa urbanística, así tenga aspecto de mezquita, sinagoga, pagoda o capilla gótica, sin miedo a otra acusación que la de mal gusto. Pero como estas cosas irritan al islamismo extremista, y ya se sabe cómo las gasta esa gente cuando te pone en su punto de mira, para no enfadarlos el mismísimo Obama reprende al insignificante pastor y la discoteca de Águilas accede a retirar la media luna y el minarete de su pastiche y hasta cambiarle el nombre. Mientras ellos, aplicando su bárbara sharía, pueden amputar manos a rateros, ahorcar a adolescentes homosexuales o lapidar a presuntas adúlteras, y si seguimos cediendo acabarán tapándonos la boca para que no salga de nuestra garganta una mención a la madre que parió a Mahoma mientras nos la rebanan con el alfanje, para no lastimar la delicada sensibilidad de la chusma que jaleará nuestro degüello en el quiosco de la plaza. Pero ya hemos quedado que no lo harán por cinismo sino, como buenos teócratas en su siglo XV, convencidos de que su fe es la buena.