Traten de imaginar que van a comprar al super y se encuentran en las estanterías productos rotulados por las autoridades sanitarias con advertencias como que el consumo de sardinas en escabeche produce infarto cerebral, el de leche desnatada cáncer de estómago o el de morcilla impotencia (¿lo pillan?); que el ambientador asfixia lentamente a su bebé, el dentífrico pudre lentamente sus dientes o incluso, agárrense al carro, que beber mata. Inconcebible, cierto, porque todos sabemos que vender sustancias nocivas para la salud es un delito. Con una asombrosa excepción: el tabaco, a pesar de ser una planta probadamente tóxica no sólo para sus consumidores directos sino para los llamados fumadores pasivos, y de estar reconocida como primera causa de muerte evitable en el mundo, goza de una escandalosa impunidad legal. Amparada, claro, por un Estado hipócrita que se embolsa miles de millones de euros anuales gravando la satisfacción de un hábito insalubre como pocos y de cuyas desastrosas consecuencias para la salud avisa cínicamente en las cajetillas sabiendo que al adicto a esta auténtica droga legal se la sopla. Así que me resulta difícil apoyar la nueva ley mal llamada “antitabaco” que hoy entra en vigor. Desde luego, aplaudo su efecto esperable más importante, la prohibición de fumar en lugares públicos cerrados. Ya era hora, y dejemos a un lado, que ya es dejar, los indudables perjuicios que el humo del tabaco produce también en la salud de inocentes no fumadores. Sólo por no soportar más esa peste irrespirable y maloliente que te impregna la ropa, el pelo y hasta la piel hoy es un gran día no sólo para quienes no fumamos sino para una sociedad presuntamente basada en el respeto a los demás y sus derechos. Y no tengo nada contra los amigos fumadores; bastante tienen los pobres con haber caído en las garras de un vicio tan absurdamente estúpido (pues arruina su bolsillo y su salud en beneficio del fisco) sin medios o coraje para librarse de él. Pero reconozcan que: A) si el tabaco es nocivo para la salud individual y pública, de lo que no cabe ninguna duda científico-médica, y B) los poderes públicos están obligados a preservar la salud de los ciudadanos, C) no les queda otra que reprimir los malos humos. Aunque, esta vez, el legislador se la coge con papel de fumar, pues sólo trata de impedir la inhalación pública de toxinas que, con el Código Penal en la otra mano, debería estar absolutamente prohibido elaborar, suministrar y despachar. Esa si sería una verdadera Ley Antitabaco y no esta Ley Antifumadores que, por mucho que lo agradezcamos, sólo pretende protegernos de los tabaquistas. Y a estos, ¿quién los protege de ellos mismos? Verlos atufándose mutuamente –y lo que es peor, adquiriendo más boletos para contraer cáncer de pulmón, laringe o vejiga- en esos vergonzosos cubículos habilitados como fumaderos sólo me inspira lástima. Estos modernos lazaretos ilustran el fracaso de una siniestra política respecto al tabaquismo: vendiéndole a la gente un veneno adictivo y altamente patógeno para recaudar –mucho menos de lo que cuesta tratar los males que produce esta lacra- y abandonarla luego a su suerte confinándola en guetos, el Estado se comporta como un canalla narcotraficante. Así de fuerte.