Iba a decir que no me gusta el futbol, pero pecaría de insincera moderación porque en realidad lo aborrezco. Decirlo en medio de este exceso merengueculé que mantiene embobado a medio país parecerá una provocación, pero es precisamente la anómala elevación de la fiebre futbolera que está enardeciendo los dos dedos de la frente nacional lo que me mueve a confesar públicamente mi profunda aversión al balompié.
Para empezar, jugar al futbol –lo que al parecer comete un tercio de los españoles- es una actividad cuya violencia física potencialmente brutal provoca numerosas lesiones del sistema músculoesquelético, la mayoría en varones jóvenes y algunas tan graves que acarrean secuelas de por vida. Si el mismo paternalismo gubernativo empeñado en proteger a conductores y fumadores de sí mismos por las nefastas consecuencias para su salud del exceso de velocidad o del hábito de fumar se aplicase al futbol, ya estaría penalizado. Y, aun en contra de sus intereses profesionales (la entrada es un filón traumatológico), servidor apoyaría tan filantrópica medida, dado que la inconsciencia de quien se juega el cruzado anterior o el menisco interno por la momentánea posesión de una pelota pudiendo comprarse media docena es en cierto modo equiparable a la absurda temeridad del que arriesga su vida en el asfalto para llegar segundos antes.
No piensen que detesto este juego-deporte-espectáculo por deformación profesional, pues la cosa se remonta al campo de concentración infantojuvenil donde fui internado, en el que sólo eran posibles tres actividades: estudiar, rezar y jugar al futbol los días secos o al futbolín los lluviosos. Sería un rarito, pero de los tres lugares donde pasábamos el día: aula, capilla y patio, la obligación de jugar al maldito futbol era peor que las de oír misa o empollar física. Pero mi repugnancia intelectual hacia el “deporte rey” tampoco emana de pulsiones freudianas, sino de su impresionante poder para elevar los niveles basales de la estupidez humana hasta límites alarmantes. De que acontecimientos como un campeonato mundial o los derbis estos emboten la mente y trastornen la conducta de tantas personas mientras los medios no hablan de otra cosa. De que la felicidad más jubilosa o la desdicha más amarga de tantos dependa de un marcador. De que la habilidad con los pies esté mucho más reconocida e infinitamente mejor pagada que la manual o cerebral. De que esos niños mimados de futbolistas, en fin, sean los ídolos y el modelo a seguir de una sociedad cuyas mentes más brillantes han de buscarse la vida lejos de España. Menudo gol nos metió la pérfida Albión inoculándolos esa peste del foot-ball y sus hooligan. Canallas.