Como líder asambleario que fui –una experiencia que marca y no se olvida- he simpatizado con el movimiento “15-M” como reacción espontánea, emocionante y pacífica de un sector de nuestra sociedad al que creíamos tocado y hundido, mayormente jóvenes que se resisten a formar parte de eso tan terrible de la “generación perdida”, y que han demostrado no ser los descerebrados acomodados que a tantos establecidos les interesa creer que son para justificar su invalidez social. Con todo el romanticismo idealista que se quiera (de cuya supervivencia en este apestoso mundo habría que felicitarse), los “indignados” han demostrado que la insolencia puede ser algo hermoso, aunque persiga en vano de nuevo la vieja utopía de cambiar las cosas regenerando una sociedad corrompida por un poder que, hoy como ayer y mañana, favorece a pocos en perjuicio de la mayoría. Ejercerla además sin quemar coches o apedrear escaparates les ha evitado el sambenito de “antisistema”, es decir, de vándalos sin causa en el fondo que aprovechan lo que sea para arrasar lo que se les ponga por delante y contra quienes no cabe otra respuesta que los antidisturbios. Paradójicamente ha sido esa tranquilidad de su protesta la que otorgó a las concentraciones su fuerza inicial, debilitada con el paso de los días por el inevitable proceso degenerativo con que todo movimiento asambleario acaba disolviéndose en el callejón sin salida a base de agotamiento, desánimo, falta de proyección y condena por los defensores del “orden”.
Una de las críticas vertidas sobre los manifestantes es que se han limitado a quejarse, sin aportar soluciones a los graves problemas que los aquejan. Es como exigirle al enfermo grave que deje de lamentarse y se aplique de una vez en procurarse el remedio. Esta generación de jóvenes sin trabajo, sin expectativas, sin sueño posible de independencia, muchos licenciados explotados por un salario de miseria y contentos con el paro que hay, sin horizonte de adquirir una vivienda, ni de formar una familia, ni de jubilarse, ni de nada, más que perdida está enferma. Enferma de malogro, frustración, desaliento y desesperanza próxima a la desesperación. Que un día tomen conciencia de su mal y decidan rebelarse contra el desahucio social debería ser el primer paso para su rehabilitación (“un enfermo no se cura si no quiere”). Pero lo sucedido en Sol y demás plazas españolas, más que un hermoso sueño, parece haber sido un delirio febril despreciado por el propio cuerpo social. Y una sociedad irresponsablemente insensible a la extrema gravedad de su futuro (42% de paro juvenil) se encamina directamente al colapso mientras se ocupa de sentencias, sucesiones, componendas, camarillas, gobiernillos, leyezuelas y demás zarandajas.