En su desesperada huida de tanta agua como baja el Ebro, Haro se dio de bruces durante siglos contra el formidable paredón del convento de los Agustinos, que limitaba su expansión hacia el sur en el lugar conocido aún como “el Cerrado”. Cuando la desamortización del XIX derribó el muro, el pueblo pudo al fin huir del río y el imponente caserón se reconvirtió en cárcel, cuartel y teatro. Más tarde albergó una escuela y un asilo de ancianos, regidos por aquellas hijas de la Caridad cuya aparatosa toca alada las obligaba a ladear la cabeza para caber por las puertas. Además del asilo y el parvulario, las monjitas explotaban una pocilga a cielo abierto adosada a la casa de los viejos y separada del patio del recreo por un murete de ladrillo encalado, tan bajo que el balón se colaba continuamente. Nunca olvidaré mi primer salto de la tapia para rescatar una pelota chutada demasiado alta adrede, como casi siempre. El descubrimiento de una piara de gorrinos hozando en busca de lo suyo a espaldas de los otros y gruñendo entre escarbo y olisqueo fue mi primer contacto con lo más parecido al “trabajo en equipo” que conocería en mi vida adulta.
El caso es que el 3 de junio de 1963 tuvo lugar el examen de ingreso que finiquitó mi etapa escolar y como ese día murió Juan XXIII la prueba consistió en una redacción sobre la figura del “papa bueno” que sería mi primer vagido literario. El apasionado panegírico de un niño de nueve años, perfectamente adoctrinado, causó sensación por su vehemente exaltación de la fascinadora figura del “vicario de Cristo”. Pues el NO-DO me había mostrado que el personaje más importante del mundo no era el generalillo rechoncho que entraba en iglesias de segunda bajo un paliete a ras de suelo, sino aquel Sumo Pontífice tocado con tiara que surcaba la nave de San Pedro sobre un mar de tiaras, majestuosamente alzado en la silla gestatoria, flanqueada por flabelos de plumas de avestruz y bajo un palio como Dios manda, e impartiendo bendiciones con el áureo Pescatorio en su dedo enhiesto. Entonces yo creía sin problemas en cosas tan increíbles como el parto de una virgen, la resurrección de su hijo muerto que también lo era de un Dios trino y el ascenso directo de ambos al cielo. Lo que de ningún modo podía aceptar ni entender era que el Santo Padre, aquel sagrado icono viviente adorado en su trono gestatorio, tuviese la misma necesidad fisiológica de evacuar el vientre que cualquier mortal. Y cuando trataba de imaginármelo aplicado a su higiene más íntima, encorvado con la sotana blanca remangada sobre una vulgar taza de loza, me sentía reo de un pecado mortal de pensamiento que nunca tuve el valor de confesar. Felizmente, el paso del tiempo fue sentando mis dudas y creencias escatológicas en su sitio.