Hubo un tiempo, tan cercano aún que nuestros más mayores lo recuerdan de sobra, en que España era un país subdesarrollado. Pobre, hablando en plata. La penuria general se manifestaba con más crudeza en el ámbito rural, donde aún habitaba la mayor parte de la población, dedicada a faenas agrícolas y a la cría de animales de las que dependía su supervivencia. En su última y muy recomendable obra, “El año del hambre”, el escritor y columnista de este diario Alonso Chávarri, con maestría literaria y un apabullante conocimiento de lo que habla, ha novelado aquellos años de postguerra en los que la salud del cerdo o la pluviometría condicionaban la dicha o el hambre de todo un pueblo recreado sobre los recuerdos de su Leiva natal. Entonces la vida era muy dura, la economía casi de supervivencia y no había ni tiempo ni lugar ni posibles para el lujo, la diversión o el ocio. En aquel contexto, las fiestas del pueblo eran el acontecimiento más esperado del año. Durante dos o tres días, la gente olvidaba sus miserias disfrutando intensamente de actividades que durante el resto del año no se podía permitir, tan primitivas como bailar, cantar, beber, comer, trasnochar y lo que cayera en la cueva o en la era. Todo, naturalmente, sacralizado bajo el amparo del santo o la advocación mariana de la localidad, cuya piadosa celebración justificaba oficialmente el modesto desmadre anual de una comunidad endogámica y celosamente vigilada desde el púlpito por el garante local de la moral y las costumbres. En los pueblos ya más grandecitos, atracciones como la verbena, las barracas, las vacas o el circo proporcionaban una diversión y un regocijo casi terapéuticos tras otro año de escasez, fatigas, tedio y rutina.
Huelga añadir cuánto han cambiado las cosas desde no hace tanto. El desarrollo, la prosperidad económica y el bienestar han convertido las antiguas carencias en excedentes que nos rebosan. Inmersos en la sociedad del consumismo y del ocio, hoy nos sobran tiempo, comida, bebida y entretenimientos (internet, televisión, videojuegos, tableta, mp3, móvil, actividades, deporte, etc.) y durante el año entero, por lo que las antiguas fiestas como exceso ritual controlado puede que hayan perdido su ancestral razón de ser, o al menos seguir celebrándolas como antes: trasnochando, comiendo, bebiendo, saltando y lo que caiga en el chamizo. Para este incorregible aguafiestas, concretamente, la imagen del jefe de la aldea congregada en el ágora, ofrendando a la deidad tribal la primicia recién pisada de la vivificante cosecha de la que depende su prosperidad, al son de las chirimías y bajo la indulgente bendición del druida, no es que parezca decimonónica. Es altomedieval.